Entonces, el país luchaba todavía contra las secuelas del analfabetismo. Los bachilleres eran escasísimos. Sin embargo, Fidel proponía un futuro de hombres de ciencia y de pensamiento. Algunos sietemesinos escépticos consideraron, quizá, que era una decisión voluntarista. Se trataba, por el contrario, de una perspectiva política estratégica, descolonizadora y de alcance económico por servir de punto de partida a una producción nacional con alto valor agregado. La Reforma Universitaria y la fundación del Centro Nacional de Investigaciones Científicas establecieron las bases para un impulso acelerado. En el ámbito popular, el clima creador consiguiente incentivó la aspiración colectiva a la superación permanente. En los atardeceres habaneros podían observarse centros de trabajo con espacios donde los empleados regresaban modestamente a las aulas abandonadas años atrás, sentados ahora ante pupitres que les resultaban pequeños.
Con este impulso a la ciencia y al pensamiento, el poder revolucionario rescataba una tradición iniciada desde que Varela nos enseñó a pensar en cubano mediante sus cursos sobre Constitución en el Seminario de San Carlos, sus reclamos a favor de la independencia y la abolición de la esclavitud en las Cortes de Cádiz, y sus enseñanzas a lo largo de su vida de proscrito. A pesar de las limitaciones de una sociedad criolla beneficiada por la trata negrera y el fomento del azúcar, los ilustrados del XIX aspiraban a romper progresivamente el yugo que los ataba a la metrópoli. El primer paso consistió en reconocer especificidades de su entorno. Los poetas plasmaron una visión del paisaje, los prosistas elaboraron programas económicos, condenaron algunos vicios como el juego y la vagancia, y describieron las particularidades de nuestras costumbres. En el contexto de una universidad aherrojada, donde resultaba impensable un respaldo oficial mínimo, hubo hombres de ciencia que procuraron como Tomás Romay, el saneamiento de la Isla. Felipe Poey se entregó al estudio científico de nuestra fauna.
Desde aquellos días lejanos, se produjo una íntima interconexión entre política, ciencia y cultura. En un mundo globalizado, la razón profunda de esa matriz generadora constituye factor indispensable para la supervivencia de la nación. La dimensión política sostiene la brújula orientada hacia el horizonte que define un proyecto de país. Establece el contrapeso indispensable ante el embate del libre juego de las fuerzas económicas. Sobre el basamento de la educación, ciencia y cultura operan a favor del desarrollo social y humano.
La utilidad de la ciencia aplicada en el plano de la práctica es evidente. Favorece la producción agrícola, provee las medidas para la preservación de los suelos, los mares y el medio ambiente. Atiende la salud humana y animal, asegura la factibilidad en el empleo de nuevos recursos energéticos. Sus derivaciones en el campo de la tecnología son múltiples. Obtiene ganancias en la guerra contemporánea entre las patentes. Muchos olvidan que estas ventajas visibles corren el riesgo de estancarse si no disponen del respaldo de un saber más silencioso, de las llamadas ciencias básicas. En los 60 del pasado siglo, Cuba dio ese paso decisivo al introducir una revolución modernizadora en las carreras de Física y Matemática.
El valor de la cultura escapa a nuestra percepción, porque forma parte de nuestro modo de ser y de existir. Está en las costumbres que incorporamos desde la primera infancia, en las comidas y en las celebraciones, en las creencias y aspiraciones de realización personal, en la manera de asumir la muerte y la vida, en la forma de comportarnos en sociedad, en la memoria que atesoramos, en los vínculos con el terruño y la patria. Caracteriza nuestro sentido del humor. Aparece también, con su carga de negatividad, en los prejuicios que arrastramos. Con todo ello se edifica la identidad de un pueblo presente, no solo en el universo simbólico, sino en la realidad concreta de cada uno de sus integrantes.
Sobre ese substrato múltiple en permanente renovación crece el universo simbólico, la bandera y el himno, las artes y las letras en todas sus manifestaciones.
Olvidamos con frecuencia que el concepto de ciencia incluye, además de las exactas y naturales, a las que indagan e intervienen en la sociedad, estrechamente unidas a la cultura por la preponderancia del factor humano. Su espectro es extenso. Incluye la economía, el derecho, la sociología, la historia, la psicología, la pedagogía, la antropología y la ciencia de la política. No trabajan en laboratorios estériles. Se sumergen en el ámbito contaminado, moviente de las ciudades y las zonas rurales, de los grupos étnicos, generacionales y clasistas, valoran las repercusiones del fluir de la economía, analizan los conflictos del mundo laboral, estudian los efectos de los medios de comunicación en la recepción de sus destinatarios. Unas y otras, las ciencias exactas, naturales y sociales tienen que estar respaldadas por principios éticos inquebrantables sustentados en una filosofía de la vida, en una cosmovisión y en un compromiso con la preservación y mejoramiento de nuestra especie. De ahí que, ahora más que nunca, como lo planteara Fidel en la etapa fundacional, nuestro futuro ha de proyectarse hacia la formación de hombres y mujeres de ciencia y de pensamiento.