De todas las pertenencias de Ramón, el fuete era, probablemente, la más temida. Tenía en realidad muy poco de látigo y mucho de magia, porque el yarey, tejido a manera de soga, se había desflecado con el desgaste del almanaque y acaso causaba mayor impresión el delgado palo sujetador que la misma «correa» campesina.
Sin embargo, cuando Ramón levantaba su fuete... o amenazaba con que iba a usarlo, los silencios se posaban por cada rincón; hasta las gallinas dejaban las labores persecutorias contra los caguayos. Era como un cetro que invocaba absoluto respeto, solo comparable a su pestañeo insistente en los momentos en que se exasperaba.
Por eso aquel domingo, Día de los Padres, cuando el portal fue inundado por un ciclón de risas y chistes, él lanzó la advertencia a la hora de la siesta a todos sus hijos y nietos. «Ni un retozo más», dijo desde la cama; acto seguido mencionó el fuete.
Casi todos al unísono esbozaron la mímica del silencio, con el índice en el centro de la boca. Luego hicieron como si se escondieran dentro de los hombros y oscilaron las manos en símbolo de ¡ayayay!
Pero unos instantes después de que Ramón quedara vencido por la espiral de bostezos, por la fatiga de la hora, alguien, dentro del ejército de traviesos, arrojó una chispa de humorismo que a poco se convirtió en una continua risotada colectiva. Solo uno de los nietos, apostado en una esquina, dejó de participar en aquel festín de carcajadas.
De súbito, el bullicio se congeló en el aire. El durmiente había regresado a la realidad y, molesto como estaba, haló por su látigo. Irrumpiendo en el portal, ante el asombro o el susto general, fue pasando uno a uno por su arma; es decir, por el fuete. Hasta sus hijas, cuarentonas ya, recibieron el castigo, que dolía más por el simbolismo de la precaria fusta o por el rostro del ejecutante que por el azote en sí mismo.
Cuando llegó al nieto que había permanecido tranquilo durante el jolgorio, un coro emergió de entre la numerosa descendencia: «¡Papá, a él no, papá... Él no estaba haciendo nada!».
Mas, a esa hora de la tarde, ningún grito podía detener a Ramón; de modo que el nieto también recibió su latigazo; muy leve, aunque penetrante como el de los demás. El muchacho, doblemente amonestado en su alma por la injusticia, rompió a llorar. Lloró más que nadie, casi hasta que el Sol se enmascaró entre los primeros signos de la noche y él tuvo que partir de regreso junto a sus padres y hermano. Llegó a balbucear, en el límite de su infantil cólera, que a partir de ese día iba a dejar de querer a su abuelo.
Pero años después Ramón dejó de estar, luego de una emboscada del miocardio. Su fuete se secó, colgado del clavo de la umbría sala. Sus dicharachos y formas de apodar a los demás se marcharon con él.
Entonces fue que el nieto, en el prólogo de su juventud, empezó a aquilatar el valor de aquellas deliciosas jornadas dominicales con la parentela, el encanto del fuete y de la siesta, el peso de la historia de Ramón, horcón de una familia de 12 hijos con decenas de retoños.
Y en cada junio ese nieto extrañó más y más el cetro del abuelo, el hechizo de su autoridad, sus manos y sus modos, hasta que este domingo, enjugándose las lágrimas y mirándose en el espejo de la vida, le dedicó estas letras.