Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Un lirio desmayado

Autor:

Luis Sexto

Entonces ignorábamos que Luis G. Urbina había sido el padre de Silvia Pinal, la actriz mexicana que desde su esplendor físico y cinematográfico encabritaba nuestra adolescencia aquejada por los primeros tirones de la varonía. Sabíamos de memoria, en cambio, un poema de Urbina, titulado Metamorfosis: Era un cautivo beso enamorado/ de una mano de nieve que tenía/ la apariencia de un lirio desmayado/ y el palpitar de un ave en agonía…

Hoy, cincuenta y tantos años después, de vez en cuando llamo por teléfono a alguno de mis coetáneos, le recito esa primera estrofa y este, con la voz lagrimosa, continúa con el resto de la letra, como si la estuviera leyendo: Y sucedió que un día,/ aquella mano suave/ de palidez de cirio,/ de languidez de lirio,/ de palpitar de ave,/ se acercó tanto a la prisión del beso,/ que ya no pudo más el pobre preso/ y se escapó; mas, con voluble giro,/ huyó la mano hasta el confín lejano,/ y el beso, que volaba tras la mano,/ rompiendo el aire se volvió suspiro.

Este poema de Luis Gonzaga Urbina data posiblemente de los primeros años del siglo XX, según un informado artículo del historiador Yoel Cordoví —inserto en el número seis de la revista Temas, correspondiente al trimestre enero-marzo de 2010. Publicado en Glosario de la vida vulgar, libro impreso en España, en 1916, Metamorfosis había ganado popularidad, tal vez por haberse difundido antes en revistas y periódicos. O porque el autor lo recitaba en público.

Ahora uno puede preguntarse por qué nos seducía ese cautivo beso enamorado hasta el punto de fijarlo en la memoria de nuestra adolescente inquietud intelectual, y recordarlo en la madurez como el padrenuestro aprendido de la abuela o en las escuelas de entonces. Quizá lo recordamos, por la misma razón que recordamos La fuga de la tórtola, de José Jacinto Milanés, o A una golondrina, de Juan Clemente Zenea, ambos cubanos. Y aunque entre los tres poetas se interponen distancias generacionales, de influencias literarias y de ambientes formativos, los tres poemas coinciden en el conflicto generado por el despojo y en la aérea musicalidad que habla de una tórtola que se fuga, de una golondrina que pasa y deja al poeta doblemente cautivo en la prisión y en la nostalgia familiar, y de un beso que se escapa, vuela y muere sin llegar a ser beso.

Urbina, nacido en 1867, murió en 1934, en Madrid. Vivió un año en La Habana, entre marzo de 1915 y marzo o abril de 1916. Discípulo filial y ex secretario privado de Justo Sierra, justipreciado como secretario de Instrucción Pública de México, llegó a Cuba, a la par que otros intelectuales y artistas mexicanos como el compositor José M. Ponce, para eludir los riesgos —incluso la muerte— de las revueltas caudillistas, las venganzas políticas y las sublevaciones campesinas.

Urbina, sensible, musical, y abierto, es decir, sin hermetismos ni conjuros esotéricos, en su modo de concebir el verso, y democrático en su acercamiento a la realidad, sentía peculiar atracción por el mar habanero. Como habitual ruta en su andariega manera de pensar el próximo poema, recorría el Malecón. Y tanto le placía que reprochó a los capitalinos —y cito nuevamente a Cordoví— no estimar los valores del muro del litoral, frontera comúnmente apacible donde el mar deposita, trasmutado en espuma, su cansancio.

Fue, entre nosotros, como un teórico de la crónica contemporánea, enunciado periodístico en que se prueban las facultades para apartarse de la prosa maquinal que alguna vez predomina en los periódicos y recrear el lenguaje haciéndolo más subjetivo. Conocí esa faena de Urbina cuando solicité en la Biblioteca Nacional, en la Habana, Los ojos de Argos, libro de crónicas de Ruy de Lugo-Viña, nacido en Santo Domingo, Las Villas, en 1888, y muerto en 1937, en un accidente en Cali mientras reportaba el vuelo Pro faro de Colón. El prólogo pertenecía a Urbina. A la par que abría la verja de hierro dulce del volumen, impreso en 1915, decía el mexicano que el libro resultaría durable, porque Lugo-Viña no era cronista de ver lo que pasaba y enseguida correr a reproducirlo «en un estilo atropellado y simplón en el que se deslizan frases hechas, metáforas gastadas, muletillas corrientes, tropos de cuño borrado, y moldes léxicos con abolladuras en los relieves».

Luis Gonzaga Urbina estableció una alianza entre el poeta y el periodista. Era, en suma, «un cautivo beso enamorado» que muchos ex jóvenes de mi generación aún intentan rescatar en una página capaz de reanimar al lirio y calentar la nieve.

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