Alguien, hace un tiempo, me dijo que yo estaba loco. Que yo era un loco irremediable, y que no había cura para mí. Yo me encogí de hombros, empujé los labios para adelante y achiné los ojos. «Sí, tú eres un loco. ¿A quién se le ocurre eso de hablar con los libros?», y me dejó en mi pose de niño incrédulo.
No sabía entonces si cerrar mi diálogo o dejar que mi sabio interlocutor (el libro) me aclarara si yo requería de la ayuda de un curador de locos, o era algo normal eso de leer hablando con los personajes, de escucharlos, de participar en la trama, de construir el final junto con el autor.
Tampoco recuerdo ahora quién me dijo que la lectura era un proceso dialógico, de complicidad, en el que yo no debía ser un simple lector, un «tragapalabras» sin masticarlas. Que eso no era lectura; era, más bien, un aburrimiento que iba a terminar con mi pasión por la literatura.
Y yo, que suelo hacerle caso a los locos, desde entonces abandoné esa aburrida manía de dejar que las palabras entraran por los ojos y fueran directamente por un túnel en penumbras al intelecto y se almacenaran allí; o más bien se amontonaran, sin colores, sin olores, sin las gratas magulladuras de un complejo proceso de interacción con mi cultura, mis percepciones, mi ideología, mis gustos y hasta mis fantasías.
Después supe que fue un señor llamado Paulo Freire, sabio brasileño, universal en sus reflexiones, el de la frase que cuelga en mi cerebro: «Leer un texto no es “pasear” en forma licenciosa e indolente sobre las palabras. Es aprender cómo se dan las relaciones entre las palabras en la composición del discurso. Es tarea de sujeto crítico, humilde, decidido».
Así volví a leer unos cuantos de los libros que ya había devorado. Bueno, volví no, los leí de verdad, porque la primera vez no dialogué con ellos. Solo me esforzaba por entender cómo se conectaban unas palabras con las otras, unas estructuras gramaticales con las otras, y seguía al autor como si él fuera un titiritero, y yo el títere.
Después, cuando me enseñaron de veras a leer, a conversar con los libros, a «fajarme» con los autores, a reinventar los personajes (pero solo para mí), me hice un adicto a la lectura.
Lo primero que hice fue clausurar el túnel en penumbras que iba directo de los ojos al intelecto, y abrí muchas avenidas, por la nariz, por la garganta, por la piel, por los dedos y, por supuesto, por los ojos. Todas interconectadas por anchurosos puentes, para que ninguna fuera más importante que la otra.
Y mire usted, ahora resulta que alguien que tiene una lista oceánica de libros por cuyas hojas ha pasado su mirada en un silencio sepulcral, me ha invitado a que visite a un curador de locos para ver si tiene algún remedio para mi demencia.
Porque ese alguien no entiende que yo hable con los textos, les pregunte por palabras que están y no están u otras que no están y están, les tuerza el rumbo a los personajes o idee otras travesuras que hagan entonces más importante la lectura que al libro mismo.
A fin de cuentas, ¿qué es un libro solo? Un montón de letras sin vida. Y se convierte en una criatura viviente cuando usted o yo lo cogemos y empezamos a leerlo.
Dígame loco si quiere, pero si no hablo con el texto me aburro muy rápido, y no lo entiendo, no aprendo, no sé. Déjeme loco. Gracias.