Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Claridad de un siglo

Autor:

Alina Perera Robbio

Una frase basta para desatar el aluvión de enseñanzas: «Me siento cansada…», le digo. Y entonces es como si a mi abuela Cándida Rosa, que acaba de cumplir un siglo de existencia, se le despertaran todas las memorias: «Hay que estar atenta y en movimiento. La vida es eso», me recuerda ella para comenzar un diálogo que se repite cada vez que la provoco con algún desánimo.

Se suceden en cada encuentro las estampas de su niñez: la obligación de cocinar para unos setenta haitianos agobiados en la vorágine de un central azucarero, la lidia con la plancha de carbón para estirar la ropa, el cuidado de su madre enferma de tuberculosis, la muerte inevitable, y la protección de los hermanos pequeños. La abuela, por cierto, ha sido tan fuerte que tiene en sus pulmones trazas de la enfermedad que se llevó a su madre y que en ella nunca pudo hacer estragos.

Hace solo días, cuando cumplió los cien años, nos dimos cita unos cuarenta descendientes, entre hijos, nietos y bisnietos. Para mí el evento fue, entre otras fortunas, el goce del descubrimiento, el aliento de la curiosidad: a cada paso encontraba ojos similares, improntas que parecían trazadas por el mismo pincel aunque sus protagonistas no hubieran coincidido en décadas. Había un hilo invisible y poderoso en aquella confluencia, y el comienzo de todo estaba en Cándida, en su mirada que parecía buscar en otras dimensiones menos en aquel homenaje merecido que le ponía el rostro serio porque ella no gusta de ceremonias o solemnidades.

Como era lógico cada integrante de la familia se le acercaba en algún momento para comentar algo. Yo, sin saber qué decir cuando tocó mi turno, solo atiné a pronunciar: «¿Entonces, abuela…?» Y su respuesta fue otra interrogante densa y severa, que yo entendía demasiado bien: «¿Qué pasó…?». Es decir: ¿Qué te duele, por dónde andas, hacia dónde vas?».

Me parece que el secreto de la resistencia de la abuela está en algo que hace no mucho me confesaba un colega mientras me contaba de su vida preñada de rupturas y sorpresas, de puntos de giro insospechados: «sin amor no se puede vivir, y yo lo busco todo el tiempo».

Desde luego, en el caso de la abuela el sentido del amor ha ostentado una constancia y una fortaleza a prueba de balas: su novio, 15 años mayor que ella, fue el abuelo de todos nosotros. Y novio hasta el final, siempre enamorado y contando muchas veces a su única hija hembra cómo era que Cándida, madre de cinco hijos, se iba a las actividades de las organizaciones que le habían nacido a la Revolución cuando a lo mejor debía estar más temprano en casa.

Siempre que la abuela regresaba en las noches de su ajetreo de federada o cederista, el abuelo olvidaba toda lamentación y la recibía feliz. A ella, que para ser dama nunca tuvo que seguir —como ya ha dicho cierto hombre que nos admira— instrucciones de ensamblado para mujer mediocre.

Cándida Rosa ha estado todo el tiempo parada sobre el amor, respirándolo; y ha sido implacable con el desamor. «Todo bien claro; cuidado con eso…», advierte a cualquiera de su estirpe, y se sumerge en silencios atentos que auscultan su presente o saborean, sin mucha melancolía, las escenas del pasado.

Mujer de un siglo, absolutamente lúcida al punto de guardar en su memoria una lista asombrosa de números telefónicos, no soporta miedos, ni llantos sin sentido, ni deslealtades. Su pensamiento cae como piedra al fondo del lago: «Sea leal a lo más importante, lo demás caerá por su propio peso», me aconseja y se queda tranquila, absorta en su total claridad. Entonces yo, que no he llegado siquiera a la mitad de su siglo de lucha, me ruborizo y pregunto cómo pude hablarle alguna vez, sin pizca de pudor, de mis agobios. Ella, aunque quisiera, jamás podría entenderlos: tampoco siguió instrucciones de ensamblado para mujer triste.

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