Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Picúa por pargo

Autor:

Julio César Hernández Perera

Hace poco recibí la llamada de un amigo, muy preocupado porque le habían diagnosticado ciguatera. La enfermedad la adquirió después de haber comido un «delicioso» filete de pescado en un céntrico restaurante de La Habana.

Mientras le brindaba escasas recomendaciones terapéuticas —por el momento no existe tratamiento específico para este mal— yo me preguntaba: ¿Cómo fue que ese pescado, no comercializable por la industria pesquera, llegó al lugar donde fue consumido por el amigo? ¿Qué insensibles manos, tras el fogón, se aventuraron a poner en peligro la vida de otras personas?

No pasaron 24 horas del incidente cuando nuevamente atendí otro caso de ciguatera; era una mujer. Por suerte, su hija no consumió el pescado comprado en la calle a un desconocido que había asegurado estar ofertando filete de pargo (un animal que no es ciguato). Esta paciente también había sido timada.

Casi todos los pescadores (profesionales o aficionados) son capaces de reconocer a «golpe de vista» las especies marinas que nunca deben ser consumidas

—se dice que son más de cien—. Entre estas hallaremos la picúa (o barracuda), el aguají, el bonacigato, el gallego, la palometa, la cubera (cuando es grande), el coronado, la morena, el pargo jocú…

La ciguatera es una enfermedad sobre la que se ha tejido un sinnúmero de mitos. Estos son defendidos por quienes se hacen ver como «expertos de la vida marina», habilitados en reconocer si un pescado es capaz de portar el mal o no al valorar (superficialmente) la fuerza con que tira de la pita el pez cuando muerde el anzuelo, si nada erráticamente en el mar, si desprende las escamas cuando se le saca del agua, si es de la costa sur o de la norte, si no se le acercan las hormigas, si las moscas se espantan con la carne enferma, si el gato no se lo come, si una cuchara de plata se deslustra cuando se coloca dentro de una olla donde se cocina un pescado ciguato… En fin, solo puedo asegurar que todas son fantasías.

Lo cierto es que esta afección es causada por una toxina producida por un dinoflagelado —una microalga marina— que vive en nuestros mares tropicales y costeros. Las mencionadas algas son digeridas por algunos peces, y estos a su vez sirven de alimentos a otros más grandes, y de aquí la toxina puede pasar a los humanos cuando se come el pescado envenenado.

La enfermedad puede ser muy peligrosa, al extremo de poder causar la muerte en algunos casos. El tóxico no cambia el sabor de la carne ni se descompone con el calor, la congelación y la desecación. Es decir, que si comemos el pescado frito, asado, crudo o salado, podemos enfermar. Por eso la única manera de prevenir el mal sigue siendo no consumir estas especies peligrosas.

Como sucedió a los dos enfermos que sirvieron de ejemplo en estas líneas, antes de cumplirse 24 horas de haber ingerido el pescado aparecen síntomas neurológicos, gastrointestinales y cardiovasculares. Entre estos se destacan las náuseas y los vómitos, las diarreas, los dolores articulares y musculares, los calambres en la cara, la boca, las manos y los pies, la sensación de «quemazón» en la palma de las manos, sobre todo cuando se toca el agua, los trastornos del ritmo cardiaco y la hipotensión (presión arterial baja).

Un dato histórico interesante  es que, aunque se documentan descripciones de la afección desde hace muchos años, su nombre, por la que se conoce mundialmente, es cubano. Fue el biólogo Antonio Parra quien lo designó como tal en 1787, en La Habana, al referirse que la cigua, un molusco consumido regularmente en forma de cebiche en aquel entonces, era responsable de la dolencia. Posteriormente esta denominación se hizo más familiar gracias a los trabajos del afamado naturalista Felipe Poey.

Posiblemente muchos todavía no seamos capaces de pensar con suma preocupación en esos vendedores desalmados que pusieron en riesgo —y ponen— la vida de otros. De seguro para quienes sean atrapados «con las manos en la masa» habrá poco margen para la indulgencia. No es admisible esa actitud tramposa y peligrosa de ofrecer gato por liebre, o lo que es igual: picúa por pargo.

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