Al menos no es reguetón, pensé al inicio del concierto a todo volumen al que asistía obligada por el chofer del ómnibus 114 de la ruta P-15, que circulaba repleto un domingo en la noche. Su selección no era de las peores y mucha gente hasta tarareaba las canciones… o al menos lo intentaban, pues cuando más embullado estaba el coro él apretaba un botoncito para cambiar de intérprete.
No había que ser especialista en psicología para adivinar que el joven estaba deprimido por una desilusión amorosa. Su «terapia» incluía canciones como Ya te olvidé y otras por el estilo, que repetía una y otra vez para levantar su autoestima. Y no habría nada que objetar si no fuera porque también levantaba la mano del timón y la vista de la carretera para manipular el dichoso aparatico.
Acción y reacción, diría Newton: aisladas expresiones de sorpresa dieron paso a otras de profundo desencanto, y luego a las risas y gritos irónicos al estilo de: «¿qué, te botaron?», «¡aquí no hay plaza de musicólogo!», «¿tú eres chofer o DJ?», «y si ya la olvidaste, !pa’ qué insistes, compadre!».
El típico choteo cubano fue tomando presión, hasta que una mujer se acercó indignada a pedir, en nombre de los viajeros y de las personas indispuestas, que dejara en paz la música y se concentrara en su trabajo.
Lo que ocurrió después me recordó el inicio de la novela Nuestra Señora de París, en el que Víctor Hugo describe a la foule parisina en pleno carnaval: una turba enajenada y cruel que la emprende contra el sorprendido jorobado, proclamándolo rey de sus fealdades y frustraciones.
En aquel P-15, las mismas voces que minutos antes increpaban al chofer se volvieron contra la ciudadana que exigía nuestro derecho a un viaje seguro, y la insultaron como si fuera la mayor culpable de la situación: «¡bájate si no te gusta la música! ¡No molestes al chofer cuando está manejando!».
No quisiera recordar las tonterías que le dijeron o la grosería del borracho que la empujó y aupaba al «chofe» a seguir con su trasteo musical, y mucho menos los bandazos del vehículo, obviamente guiado en «piloto automático» mientras el incidente ocurría.
No es la primera vez que vivo algo así, y sospecho que no será la última, pero presumo que debe haber maneras de evitar tales percances. ¿Eliminar el audio? No lo creo: ese es el cuento del sofá. ¿Botar al chofer? Es muy joven, y si no ha sido formado correctamente no puede cargar con toda la responsabilidad. Además, no parecía un «cuadrao» de esos que maltratan a la gente. Ni siquiera fue él quien ofendió a la pasajera, y a raíz del incidente hasta controló sus impulsos musicales.
¿No dispone la Empresa de Ómnibus Urbanos de un reglamento y un mecanismo para verificar que este se cumpla? ¿No diseña el sindicato, allí, acciones para inculcar la ética del sector en los nuevos integrantes? ¿No sería oportuno que el transmisor de música se coloque fuera del alcance del chofer, para que deba detener el vehículo cuando decida manipularlo?
Sería deseable, además, que los conductores aprendan a aislar sus problemas mientras manejan para que los desafueros de su intimidad no los paguen otras personas, pero si se les da un escándalo deberían poder controlar, con toda la cortesía posible, la onda expansiva de su mal proceder.
Son solo ideas para atajar el conflicto siquiera a nivel institucional. En cuanto al público, creo que se impone entrenar más habilidades asertivas y empáticas desde el hogar y la escuela, pues no habla muy bien de nuestra idiosincrasia esa falta de solidaridad y de perspectiva jurídica de la que hizo gala aquella foule habanera.