Ya no viste de guajiro, ni ordeña vacas, ni monta el caballo «gallao» que de solo mirarlo sabía para dónde irían. No tuerce tabacos porque le da nostalgia; pero desde su comandancia, en la humilde casa del Guajén, sigue siendo el patriarca de una familia que se erigió en las márgenes del Río Sagua la Chica, de donde casi nadie se va, a no ser para el cementerio.
Acompañado de algún hijo, nieto, bisnieto o tataranieto, Gumersindo González se pasa la vida contando historias que su padre le contó alguna vez; aquellas que jamás ha podido olvidar porque describen la vida de un mozalbete que padeció mucho en Galicia por ser hijo bastardo, y finalmente tuvo que emigrar a Cuba para sobrevivir.
Cuando abandona las historias del padre y retorna al presente opina sobre el equipo de pelota de Villa Clara; cuestiona por qué Víctor Mesa dirige al de Matanzas sin ser matancero, y otras tantas inquietudes que lo mantienen lúcido, a pesar de algunos golpes que le ha dado la vida.
«El viejo Rogelio era un caballero», repite frecuentemente refiriéndose a su progenitor, un hombre que adquirió fama por tener «prohibida» la mano. Era tan fuerte aquel gallego, que bastó uno de sus derechazos para espantar a la guardia rural que amenazaba con desalojar a una de las primas de Gumersindo que había enviudado.
Esa historia la escuché tantas veces siendo niña que me hicieron ver como a un héroe a aquel viejo español de cejas peludas, voz fuerte como su cuerpo y bastón, que en las vacaciones cuando iba a casa de los abuelos siempre me daba la bendición y me convencía de asistir a la escuela dominical para escuchar las prédicas de un pastor bautista.
Ahora al abuelo Gumersindo le han prohibido los médicos que mude a los animales, como hacía para entretenerse en los últimos tiempos. Por eso siempre hay alguien para cuidarlo, compartir el buchito de café y escuchar sus secretos de agrimensor y todo lo que le gusta contar.
Los nietos le piden que hable de Carelata, el «fantasma» que asustaba a los 11 hijos de Gumersindo y más tarde a ellos, pero el viejo con risa pícara cambia el tema, pregunta si la vaca de tal o más cual hijo parió, si ya perforaron el pozo de la finca pegada a la loma de Sinaloa. Está claro del siglo en que estamos. «Ténganles miedo a los vivos», repite luego de tanta insistencia.
Atrás quedó su papel de rapsoda nocturno que magistralmente se las arreglaba para que creyéramos en sus desaparecidos y aparecidos, entre ellos Carelata, a quien le atribuyó una estatura descomunal, un caballo de lata como su jinete y una guaca de dinero muy cerca del río, casi seguro para que los muchachos no se bañaran en el Sagua hasta muy tarde.
Un fantasma que solo él veía, pero que obligaba a los jovencitos de la zona a volver temprano a la casa, y a poner trancas detrás de las puertas. Y dejar las tinas de los caballos y las vacas llenas de agua para que abrevaran el zombi y su corcel, y no se colaran sedientos en las casas del vecindario.
La existencia es demasiado veleidosa, dirá el abuelo en el umbral de sus cien años. Por eso procura hablar de lo que él quiere que no olvidemos, en intento sutil porque reverenciemos una de las cosas más grandes que podemos tener: la memoria.