En materia de construcciones y urbanismo, una cuestión sigue desatando polémicas de diverso tipo entre entendidos y no entendidos. En el centro de ella está una especie de germen conflictivo que hoy afecta a no pocos barrios de nuestros pueblos y ciudades, visible bajo la envoltura de viviendas con diseños poco atractivos o repetitivos.
Se trata de edificaciones con un aspecto encajonado, que por reiterativo deviene monótono, particularmente en un tipo de urbanización donde no se tuvieron en cuenta las características y tradiciones que distinguen las mejores prácticas de la arquitectura nacional. A su fealdad se unió la que han generado muchas violaciones cometidas contra la urbanización por entidades y los ciudadanos en general, y que hoy son motivo de atención dentro de los cambios para actualizar el modelo económico y social de nuestro país.
Sin embargo, mientras que el muro que invade la acera, el garaje impostado y otras muestras de indisciplina social resultan más visibles, las que surgen por la mala calidad de las inversiones y del emplazamiento de las obras son más sutiles, pues en silencio refuerzan la predisposición al mal gusto y a una serie de conflictos dentro de la conciencia social que a la larga son utilizados como pretextos para violar las normas urbanísticas.
La Revolución ha hecho a lo largo de estos 54 años ingentes esfuerzos para llevar la vivienda a la mayoría del pueblo, y cada paso en ese sentido siempre debió acompañarse de diseños renovadores tanto en su construcción como en el entorno donde se ubican. Sin embargo, en muchas ocasiones el apremio por concluir una obra, bajo los planes emergentes para solucionar con rapidez el déficit de viviendas, sacrificó la belleza de la urbanización.
En sus matices y complejidades, la vida indica que esto último ha prevalecido más de lo que quisiéramos, lo cual también es expresión de una cultura del mal gusto en la calidad de las obras y del entorno donde se erigen.
Hoy en Cuba se levantan viviendas. No al ritmo y con la facilidad con que se anhela, pero se construyen. Aun así, al visitar algunos barrios en mi entorno más inmediato ha llamado mi atención la sucesión de casas recién construidas o por levantarse, todas bien apretaditas, apenas sin espacio para la acera y sin una línea innovadora, que en el futuro permita a los vecinos no sentirse ahogados dentro de una aglomeración de construcciones, estéticamente cuestionables.
¿Dónde está el diseño urbanístico? La pregunta es inevitable, y al indagar en busca de su respuesta, muchas veces se descubre que este no existió o se relegó para solucionar una emergencia o cumplir con celeridad esos plazos de contingencia que imperan como fórmulas de triunfo en ciertas visiones de la cultura de dirección.
En estos aspectos coincidían ingenieros y arquitectos recientemente reunidos, quienes meditaban sobre cómo proyectos bien razonados terminaban trastocados en la práctica. A guisa de ejemplo se citó el caso de una comunidad rural en cuya edificación se quiso seguir una concepción urbanística que rompía con la disposición tradicional en la ubicación de las viviendas y el hacinamiento que ello podía producir. Se trataba de invertir los mismos recursos, pero con otro diseño.
No obstante, el producto final fue el menos deseado. Al preguntarles, los especialistas contaron que quienes en última instancia debían decidir optaron por la variante tradicional porque la otra —respondieron— «es muy bonita, pero nos va a enredar con tanta sofisticación». Así, la comunidad se terminó y con ella se refrendó ese tipo de «cuartería legitimada».
Como justificante para no dar un salto en este aspecto no pocas veces se invoca la falta de recursos, cuestión que no deja de ser real. Pero habría que examinar si en la documentación y contratos alrededor de una nueva inversión —e incluso durante el desarrollo de la misma— se exige con fuerza por elementos como la armonía y el buen gusto. Son detalles que pueden parecer secundarios y no lo son. La vida, a cada minuto, así lo está demostrando.