Uno, dos, tres. Faltan pocos kilómetros. Ya llegará. ¿Quién la esperará en la soledad de aquel lóbrego puente? No sé. La luna deja entrever una autopista que se torna afortunadamente interminable; y yo, con Estrella, queriendo que no se baje nunca, que no se vaya de mi lado.
Horas antes no pensaba ni conocerla. «Estrella, tome, ya tengo su pasaje». Y pensar que aquella otra mujer obesa, cuarentona por efecto no por afecto acumulado, impertinente, impenitente, con la imposición de sus muchas libras y poca decencia, tratando de usurpar candidez a un buen acto de fe. «Aquí la cola está hecha, mi’jita; no tengo la culpa de que la señora no se haya fijado en qué ruta se anotó en los fallos. Que se baje donde pueda, o si no que espere a la próxima llamada. Ahora me toca a mí».
La contención se torna magia, y la sangre caribeña se mezcla, se vuelve cimarrona, jíbara, mestiza, corriendo a borbotones. ¡Qué dilemas tiene la vida! Aquella ¿abuelita? septuagenaria, en la confusión de una terminal estrepitosamente escandalosa, que no sabía por qué no le habían expendido su pasaje para el puente de Soroa, que no entendía de diferencias entre ruta por la autopista o por Carretera Central; y esa otra, robusta mujer de carácter flemático, que le «tocaba» a esa hora y no a otra, queriendo demostrarle a la pobre anciana que a ella «nadie le pasa el pie». Y quise «tocarla» —de qué manera lo deseé— no precisamente con un tique de lista de espera a Pinar del Río.
Pero, ¡al fin! : «Estrella, tome, ya tengo su pasaje». Siempre está la buena samaritana que se suma a la compasiva voluntad, o el sensible hombre que se solidariza con quien pudiera ser su propia madre... Pero, ¡Al fin!: «Estrella, tome, ya tengo su pasaje».
Y la carretera sigue afortunadamente interminable. «¿Quién la espera, Estrella? ¿Estará alguno de sus hijos?». En la oscuridad de la guagua, en el clima frío de su interior, no sé cuál fue su mirada. ¿Oscura? ¿Fría? «Estoy sola, mi vida, no tengo familia».
Ya casi llega. Uno, dos, tres kilómetros. «¿Dónde están los suyos? ¿Dónde están quizá los que nunca fueron suyos?» No sabía si bajarme, si cargarle el voluminoso bolso o la pesadez de una soledad ingrata. Me la quise llevar, no como quien abriga un animal solitario y callejero, sino como quien siente cual suya la desafección de una vida de a uno.
Quise regalarle un poco de mi padre sobreprotector, de mi hermana mimada, de mi madre harto preocupada; quise obsequiarle a mis primos locos, a mis amigos consentidos, a mis compañeros bullangueros; quise ofrecerme yo para aligerarle un poco el camino, y ayudarle a madrugar a la vida que se le ha convertido caprichosamente ingrata.
Y cada vez, somos más viejos; y cada vez, Cuba siente más los años de su gente sobre los hombros; y cada vez más, habrá otras Estrellas que serán demasiadas para poca población joven, que no tendrán quien las espere en los puentes y las ayude a desentrañar el camino en la umbrosa noche.
Uno, dos, tres pasos. La oscuridad la abraza silenciosamente como quien amasa en lo profundo a una Estrella. Su luz se apaga con cada simple desliz de la pierna cansada de tanto sostener el cargado jolongo. Medio transporte quedó en vela bajo aquel taciturno viaducto, patrullando el trillo incierto que engullía de a poco a la anciana. Nadie le esperaba en casa, nadie le esperó en el puente. Ella sola y un camino, y un montón de estrellas, que sabrá quién hasta cuándo le iluminarán el alma.