LONDRES.— La vida suele ser una mezcla de sensaciones contrapuestas, ya sea por los caprichos del azar, o por la certeza de que la felicidad total es una quimera. Más o menos en medio de esa compensación emocional amaneció este lunes la capital inglesa.
El ambiente aquí, de por sí excepcional gracias a la cercanía de los terceros Juegos Olímpicos, subió dos grados más en la escala de celebraciones. La esperada noticia se hizo realidad, y por primera vez en la historia un ciclista inglés llegó victorioso a los Campos Elíseos.
Sin duda, la victoria de Bradley Wiggins en la 99 edición del Tour de Francia fue una inyección de autoestima para una nación que en breve tendrá el difícil reto de organizar con éxito la fiesta deportiva más importante del planeta. Muchos consideran este suceso entre los más importantes en la historia del deporte británico.
Pero más que eso, la victoria de Wiggins fue una prueba de superación propia y uno de los tantos «milagros» que cuece el deporte. Cuentan que el chico, que ya en Beijing subió dos veces a lo más alto del podio olímpico, superó el asesinato de su padre durante la adolescencia, vivida en un barrio problemático del norte de la ciudad. Luego superó también una adicción al alcohol antes de abrazar la gloria.
«Se necesitan decepciones así para ser un mejor deportista. O te haces más fuerte o te arruinas», dijo una vez al ser cuestionado por su fortaleza mental.
Desafortunadamente, hacia el otro extremo giró la suerte de la talentosa cantante Amy Winehouse, quien después de 27 años de una vida tormentosa marcada por el consumo de alcohol y drogas, se despidió para siempre dejándonos un puñado de canciones antológicas.
Este lunes se cumplió el primer año transcurrido desde que fue encontrada sin vida en su casa de Camden Town, el barrio londinense que jamás quiso abandonar. Relatan quienes la conocieron que, a pesar de los seis Grammys ganados, Amy nunca dejó de ser una más entre los suyos, y era muy habitual verla sirviendo a los clientes detrás de la barra de algún pub local, como el The Hawley Arms o el Dublin Castle, ya legendarios en la memoria de todos sus fieles.
«Fue una de esas personas irrepetibles», me confesó John, cuando nos detuvimos en el exterior del pub The Clachan, muy cerca de Oxford Street. Justo en ese instante escucharon los acordes de Back to Black, una de las melodías icónicas de la malograda cantante.
Pero, inesperadamente, este inglés ya adentrado en su quinta década nos sorprendió con su admiración por la mayor de las Antillas. Fascinado por la magia del Buena Vista Social Club y el enorme talento del bailarín Carlos Acosta, se confesó también como un eterno seguidor de los deportistas cubanos.
Así, se hicieron inevitables las preguntas sobre las posibilidades de Dayron Robles, o de la nueva hornada de pugilistas que nos representarán en la cita. También hubo tiempo para recordar la proeza de Juantorena en Montreal, y lamentó sinceramente la pérdida del gran Stevenson.
John será uno de los tantos por estos lares que brinca de felicidad por la llegada de los Juegos Olímpicos. Sin embargo, apenas sonríe cuando se refiere a la posibilidad de ver de cerca a sus ídolos. «El precio de las entradas está por las nubes para muchísimas personas afectadas por la crisis económica. Y contra eso, no hay entusiasmo que sobreviva», explica.