«¡No hay amiguito que valga!, ¡tú eres tu única amiga!», le gritaba aquella mujer a su hija adolescente, apurando el paso bajo el sol del mediodía. «¡Mucho dinero me he gastado con el repasador para que seas la mejor en el aula, y cojas el Pre, luego la Universidad! ¡Lo tuyo es lo tuyo, para que vengas a compartirlo con todos esos ñames con corbata!».
La escena puede haberse reeditado en cualquier otro rincón del país, vísperas de las pruebas finales, los tormentos y nerviosismos de fin de curso.
La rigurosidad de los exámenes, y la selectividad ahora insuflada a un sistema de enseñanza que apostó a la masividad y las plenas oportunidades —no siempre vinculadas al talento y al esfuerzo—, han exacerbado en ciertos padres una especie de darwinismo docente a ultranza de todo, para sus hijos. Una especie de sálvese quien pueda…
Quizá esos progenitores no se hayan preocupado tanto en sembrar a Martí o la valía de las palmas y el sinsonte en el alma de sus hijos. Pero sí piensan en la supremacía de sus vástagos, como si los conocimientos fueran una despiadada carrera de fondo hacia el éxito, en la cual hay que despejar competidores en el camino.
La pirámide del sistema escolar cubano, que hoy intenta vindicar la formación del obrero calificado y el técnico medio en un país que sublimó los estudios superiores más allá de sus posibilidades reales, está llevando a algunas familias cubanas a ciertos términos implacables, con tal de asegurar la cúspide para los suyos.
Una manifestación elocuente son los guiños mercantiles, las sutiles atracciones de regalos y detalles con los maestros, por parte de padres que tienen la posibilidad y el estatus para ello. La acechanza del regalo, aunque sutil y deslizada, es muy fuerte en medio de las carencias y dificultades en que los educadores cubanos viven y trabajan. Y hay maestros y maestros…
Pero lo peor es esa selección natural —o más bien inducida— de las especies «escolares», que ha proliferado en no pocas familias. El propósito de que el muchacho venza los obstáculos en la accidentada montaña hacia la educación superior, algo razonable y justo en cualquier padre, se ha convertido en una obsesión enfermiza y sin escrúpulos para algunos.
Tradicionalmente, el egoísmo lo hemos relacionado con la anuencia individualista a compartir los bienes materiales con el prójimo. Pero he llegado a pensar que la más enrevesada acepción del defecto es la espiritual: la negativa a repartir los conocimientos, la falta de generosidad para reproducir el saber en los demás.
Las personas que hoy talan tempranamemnte en sus hijos la solidaridad del saber y el sentir, ven la vida como una inversión permanente. Y todo lo reducen a débitos y réditos. A transacciones para la máxima rentabilidad humana.
Sin desconocer que la competitividad comienza a sentar pautas en nuestro sistema educacional, tampoco debemos llegar a la aberración exclusivista de negarle al semejante una idea, un teorema o una hipótesis.
Los mejores recuerdos de mi vida estudiantil están anclados en la cofradía colectivista que primaba en las aulas por donde pasé, con el concurso de monitores, alumnos ayudantes, y profesores que siempre intentaron emparejar por sobre las lógicas diferencias de formación, talento e inteligencia.
Que los mejores y más sólidamente capacitados sean los que accedan primero a las oportunidades, es muy justo. Nuestra sociedad debe desembarazarse del lastre del igualitarismo rasante y nivelador, que tanto daño ha hecho a la iniciativa, el esfuerzo y el talento.
Pero no puede ser la rapiña y la usura intelectual lo que prime. Al final, aquella adolescente increpada por su madre puede subir la cuesta, y quedarse muy sola con sus conocimientos, muy estéril con su basamento, si no es capaz de reproducirse amorosamente en los demás. Así, no podrá graduarse en la universidad de la vida.