Durante casi toda mi vida he recorrido un camino en el cual no me extraviaría ni siquiera con los ojos cerrados. Es la ruta que siempre me ha llevado de la casa de mi abuela a la mía, y al revés.
Es la expedición preferida de mi suerte; allí donde perduran personajes, episodios, esquinas que llegan y se despiden una y otra vez, costumbres calladas que hacen de mi peregrinaje un ancla encajada en lo más profundo de los apegos.
Como todo derrotero, el mío tiene sus atajos; y entre estos hay uno que no es cualquier vereda, sino una dimensión que he visto transformarse desde mi niñez y mudar su apariencia como lo hace un ser vivo. Se trata del «Banana City», como cariñosamente mis amigos adolescentes y yo llamábamos a esa zona enclavada en el capitalino municipio del Cerro y que muchos conocen como «El Platanito».
El «Banana» me ha ofrecido mucho más que una línea estrecha y rápida para llegar a los destinos. Lo primero que me regaló fue la certeza de que hay una variedad infinita de casas, y que así como las hay majestuosas y muy cómodas, también las hay humildes, donde han crecido muchas familias tan decentes y emprendedoras como las que más.
Con el tiempo muchos hogares que empezaron siendo frágiles dedales se fueron expandiendo y fortificando por obra del ingenio y la necesidad, lo cual ha ido convirtiendo a «El Platanito» en un atajo de mayor garbo y concierto. Pero no solo conozco ese universo a través de su «línea rápida»: hay un tramo fijo, el hogar de Rosa, donde aprendí a bailar y a desgranar noches de verano. Íbamos un grupo de muchachas que estudiábamos en el mismo preuniversitario al encuentro de bailadores y compañeros, muy respetuosos por cierto, cuyo factor de unión era Selángel, el hijo de Rosa.
Aquellos días fueron, de mi vida, los de las más finas y encendidas ilusiones. Esa temporada —de la cual me recuerdo dejándome refrescar por los soplos de la noche, y siempre a la espera de cierto príncipe y gran bailador que casi nunca iba— tuvo para mí el sabor de la gran aventura. Rosa nos cuidaba, y sonreía mientras resultaba obvio mi enamoramiento, que todos podían percibir y que yo, en vano, intentaba ocultar.
Cuando terminaban las fiestas y contra mi voluntad debíamos salir del «Banana», solía ser apagado mi regreso a las aceras tan simétricas, al asfalto tan aburrido, y a la cómoda pero tan callada casa de la abuela. Desde entonces aprendí que la dicha es una noción nacida de nuestros propios anhelos, y que, como ha dicho el Gabo, nada cura lo que no cure la felicidad.
Transcurrieron los años. No me detuve muchas veces por Rosa en mi tránsito por el «Banana». Pero hace días, acompañada de mis hijas, a quienes quería entretener con el atajo, pues iban cansadas, ella me salió al paso asomada a su portal. Ha ido poniendo más linda su casa, y quiso, cariñosa, mostrarme detalles. De pronto me extravié en el tiempo mientras recorría ese espacio que a mí me supo a gloria. Rosa era la misma y yo volvía a ser adolescente.
El encuentro fue vertiginoso. Mis hijas me tiraban de las manos, y me halaban al presente. Contra toda mi nostalgia, seguí camino. Pero ahí está, regia, la pequeña ciudad de mis fiestas, el lugar donde aprendí a bailar y a esperar por alguien que no llega, lugar que no hubiera cambiado ni por el mejor salón del mundo, así hubiera tenido un suelo hecho de espejos.