Desafiando esos impresionables susurros que, a fuerza de tanto repetirse, nos acompañan de una época a otra, en el vetusto cementerio de Reina, en Cienfuegos, reposa a cielo abierto la estatua de una mujer recostada y adormecida, cuyas historias, aderezadas con cierta gracia pública, merodean entre las expresiones más preclaras de todo lo que conforma el imaginario popular de esta ciudad.
Las invenciones asociadas a tan hermosa figura acaban siempre despertando la curiosidad del visitante, y hasta de los nativos más impresionables y sentimentales. El más coincidente de todos los relatos en torno a esta escultura, considerada la principal celebridad del camposanto sureño, esculpida en mármol de Carrara y atribuida al creador italiano Santo Saccomanno, despabila con impaciencia el asombro de muchos cienfuegueros, como es el caso del cordial abuelo Lilo Otero, quien gentilmente me ha contado algunos de esos ecos creativos que por más de ocho años él ha recopilado sobre importantes lugares de su urbe natal.
Según narra con proverbial orgullo este entusiasta anciano, hacia finales del siglo XIX, por el año 1876, vivió en tierra perlasureña un joven médico que por su buen trato, cortesía y detallada elocuencia al compartir con sus coterráneos, se ganó tempranamente el amor de una muchacha bellísima, nombrada Sonia Blair, con la que soñaba casarse algún día.
Pero poco después de concretarse aquel noviazgo, ciertas obligaciones profesionales alejaron al doctor de su amada, al tener que asentarse por algún tiempo en La Habana, desde donde el joven siguió alimentando ilusiones y apostando por la consumación carnal de aquellos afectos.
A su retorno a Cienfuegos, el galeno buscó a su querida doncella por todas partes, husmeó con desvelo en todas las plazas y calles de la villa, escudriñó los más inusitados rincones de este litoral, pero no la encontró. Al ver su evidente desesperación, un amigo le hizo saber que la familia Blair había regresado precipitadamente a Francia por un asunto de herencias, y que, al parecer, había decidido no ofrecer demasiados detalles a los lugareños sobre su partida.
Varios años después, cuando el entusiasmo de aquel amor aparentaba haberse disipado, el afectuoso médico acudió al cementerio local a llevarle flores a su madre. Para su sorpresa, al fijar detenidamente la vista en una de las esculturas del camposanto, reconoció allí el rostro de su enamorada, por lo que llegó a aferrarse apasionadamente a la idea de que su prometida era quien yacía en tan silencioso lecho.
Luego de experimentar con singular delirio aquella empedernida coincidencia, el doctor, emocionado y comprometido aún, visitaba todas las tardes la tumba, en cuyo exterior irradia todavía, con especial sonrisa, el rostro modelado de una joven a la que la tradición, las apariencias y el ingenio pueblerino han dado en llamar la Bella durmiente.
Varias generaciones cienfuegueras han mostrado su interés ante el extraño suceso. Y aunque la historia siempre ha tenido algo de realidad y fábula, es disfrutable escuchar todavía a muchos hijos de esta tierra, como al abuelo Lilo, referir este célebre mito, acomodando la ficción humana a las maneras más creíbles y diversas.