No me explico por qué los estudiosos no han investigado sobre el tema. Algo que forma parte del día a día y que está presente en cualquier lado merece una profunda pesquisa. Quizá en algún censo poblacional salga a relucir de una vez y por todas que, como promedio, por cada tres ciudadanos hay un chismoso.
Para evitar confusiones, no estoy refiriéndome a la persona curiosa y ávida de informaciones, digamos «picanticas», porque entonces todos caeríamos en el mismo jamo. Hablo de aquel individuo que utiliza gran parte de su tiempo en recaudar historias para luego reproducirlas con «un par de detallitos de más» y la infaltable sugerencia de «a mí no me creas…».
De seguro, los antropólogos, en busca de los orígenes, encontrarían que los chismes datan de la antigüedad, cuando los hombres, desposeídos de medios de difusión, daban a conocer los aconteceres de su época a retazos, y enriquecían los relatos con la propia inventiva y creatividad. Uno de los antepasados más ilustres fue el mismísimo Homero, quien legó al mundo su versión de uno de los chismes más trascendentales de la humanidad: la traición de Helena a Menelao y la disputa posterior.
Por supuesto, la diferencia es abismal entre el poeta invidente y ciertos vecinos míos, herederos de sus indiscretas aficiones. Pero me atrevería a jurar que ellos planean escribir todo un libro sobre la vida y obra de cada habitante de mi edificio —y del resto del barrio, para ser justos—, donde puedan contar con lujo de «buenos rumores» las biografías enteras.
Todas las mañanas, tardes y noches, te encuentras a cualquiera de los susodichos en un punto estratégico de la cuadra para, como diría un amigo, «tenerlo todo controlado». Desde su infalible sitial son fiel audiencia de cuanto sucede: si Fulana se peleó con el esposo, si Mengano trajo tal cosa del trabajo, si Esperanceja se puso la misma blusa… Tienen un largo repertorio por inquilino que luego transmiten a otros, y ninguno, ¡ninguno!, queda fuera de su escrutinio.
Lo peor del caso son los fines calumniosos de sus comentarios. En pocas ocasiones sus palabras incluyen alabanzas. Así que es mejor alejarse de su insidia y escapar de las más recientes habladurías. Aunque, lo confieso, a veces resulta difícil huir de ellos.
El colmo es que esta enfermedad no suele quedarse en la casa, sino que te persigue hasta la escuela o el trabajo. Sigiloso como una serpiente se acerca el individuo chismoso, hipnotiza con sus «variados conocimientos» sobre el resto de los compañeros, inmoviliza con su persistencia, hasta que arremete con la venenosa mordida del chisme, ese que ha venido engordando durante semanas.
Sí, porque lo que en un inicio fuera una simple especulación, con apenas un par de datos inverosímiles, llega a convertirse en una sentencia irrefutable que tratan de validar con el típico «es verdad, porque Ciclanito lo vio». Y Ciclanito, el pobre, queda como único testigo capaz de otorgar total veracidad al cuento.
Sucede como con la mentira: crece y crece hasta que explota. De boca en boca se van sumando nuevos detalles; la historia se hincha, se hiperboliza, se regenera, hasta deformarse totalmente. Y este cambio no hace más que producir daño a los implicados.
Entonces uno se indigna con los chismosos, los culpa por haber difamado, por irrespetar nuestra privacidad o, simplemente, por «meter sus narices donde no los llaman».
Sugiero que no nos dejemos llevar por la ira del momento y preguntémonos, por un instante, si todos los que hemos sido víctimas de los «cuchicheos» y «bretes», no fuimos nunca partícipes de la ceba chismográfica, coautores también de pinceladas añadidas y pintorescas imaginerías. Ah, pues en ese caso nadie sale sin embarrarse un poco del lodo de la culpa.
Pero eso no justifica a nuestros imparables vecinos y compañeros, que viven a través de uno sin dejar margen a la intimidad. Ellos deberían aprender los límites entre lo individual y lo colectivo, entre lo público y lo privado.
Mientras tanto, seguiremos conviviendo con estos asiduos a los intereses ajenos, y hasta queriéndolos así, porque es el único modo, intentando desinflar su insaciable curiosidad. Claro, así pienso yo, a mí no me crean.