Un lector, que se firma G. Méndez, colgó bajo mi nota del viernes pasado titulada La tierra baldía, esta idea: «si no hay un sistema que los convenza de verdad que es el mejor, no van a optar por él». Y por dura que nos parezca esta línea, al final de su extenso comentario en la versión digital de Juventud Rebelde, debemos reflexionar sobre ella. Porque no basta con decir: la razón está de nuestra parte, o al final de la lucha nos espera toda la justicia.
Cierto, sí, que la razón está de nuestra parte, es decir, del pueblo revolucionario, confiado en que los ideales de la Revolución y un socialismo renovado conseguirán mejorar todo cuanto lograron, y acrecentar el bienestar para todos y mantener a la república sin injerencias y dominio extranjero. Esos ideales no se pueden morir. Pero habrá que precisar que si unos estamos plenamente convencidos a pesar de alguna decepción, otros necesitan apuntalar su fe. Porque equivaldría a errar políticamente, presumir en la vanguardia a todo el conglomerado de ciudadanos. Dar por generales visiones parciales, suele ser una deficiencia de la política.
No siempre a un autor le resulta placentero leer el juicio del lector sobre su artículo. Pero es un proceso de dos direcciones —ida y vuelta— que da lecciones a periodista y lectores: el lector se obliga a pensar y el periodista habrá de reconocer que por lo habitual el lector lo supera. Sinceramente, no me conturba que los lectores me superen. Hasta cierto punto, mi texto los estimula, los provoca. Y por ello es tan necesario que esas apostillas no se queden archivadas.
Viéndolo así, saqué la frase citada de G. Méndez. No sé quién es. Y creo que no importa determinarlo. Más bien, su línea nos advierte que los proyectos no perduran porque prometan la felicidad, sino porque la conquisten o la construyan. Y de ahí uno deduce cuán necesario resulta el apegarse a las nuevas leyes con ánimo abierto, creador, no con dientes de cancerbero que, al mostrarse, más que disciplina generan duda, suspicacia, indiferencia. Y para que todo cuanto nuestra sociedad ha pensado y aplica para modificar lo que cubrió el polvo de lo inútil, y para disponer de formas que se adecuen a las circunstancias actuales en un mundo que ya no es el de hace 20 años, y mucho menos de cinco décadas atrás, sea preciso el control popular. ¿Cuándo, pues, los ideales del país tendrán como contrapartida antiburocrática de las acciones restrictivas o erróneas o arbitrarias, las normas y derechos que la democracia socialista ha dictado desde hace mucho tiempo sin que, unas u otras, sean suficientemente tenidas en cuenta?
Esa es, pues, la razón, por la que uno aprecia que hay que convencer con palabras, pero sobre todo con hechos. Y de ese imperativo surge la esencia de la política, que no se define como el poder de mandar, sino como ciencia y arte de buen gobernar y que, para ello, prevé, dialoga, persuade, y no supone que cuanto dice o recomienda ha sido comprendido o acatado. ¿Por qué, por ejemplo, no celebrar públicamente, con electores invitados, las asambleas municipales del Poder Popular? Política es oír a los ciudadanos y saber qué quieren y qué no quieren. Insisto, desde mi modesta función de instrumento de la conciencia crítica de la sociedad —para mí el Partido— que en las bases municipales se decide la eficiencia, la eficacia y la efectividad de la estrategia nacional.
Antes de concluir, un aviso: durante el mes de agosto estaré de vacaciones. Soliloquiando. Hasta pronto, pues.