Quiso estar bien con tirios y troyanos, y quedó muy mal la Comisión de la Verdad: no podía ser peor el precedente que sienta su veredicto, a instancias de la OEA, como fruto de aquella cuestionable negociación que jamás hizo retornar la institucionalidad a Honduras una vez depuesto Manuel Zelaya.
Según su informe final, los sucesos que apartaron del poder al ex presidente el 28 de junio de 2009 fueron —¡como si alguien lo ignorara!— un golpe de Estado y no una «sucesión constitucional», tal cual quiso hacer ver el régimen del usurpador Roberto Micheletti. Ah, pero, ¡ojo!, también dice la Comisión que la responsabilidad la tuvieron tanto los que a punta de rifle sacaron al jefe de Estado de su casa y lo mandaron en piyama a bordo de un avión a San José… ¡como el propio Zelaya!
Aunque la entidad aseveró que se confirmaron los que denominó cuatro elementos que «deben cumplirse» para certificar la ocurrencia de un golpe —a saber, que la víctima sea un presidente, que el perpetrador haya ejercido el golpe con violencia, que las acciones sean abruptas, repentinas y rápidas, y que la destitución del mandatario se produzca en clara violación del proceso constitucional (¡vaya descubrimiento!)—, los comisionados también «reconocieron» que la convocatoria a una consulta por Zelaya «marcó el elemento definitivo de la confrontación que tuvo como desenlace la captura del presidente y su posterior expulsión...».
De tal modo, escandalosamente, la Comisión certifica el golpe pero no lo condena y, lo que es peor: al propio tiempo, lo justifica.
Tal actitud no solo pasa por alto la legitimidad que asistía al entonces mandatario para convocar a aquella consulta —frustrada por el golpe el mismo día en que iba a ejecutarse— y donde solo se iba a preguntar al pueblo si quería opinar, en referendo posterior, sobre la posibilidad de una Asamblea Constituyente. La Ley de Participación Ciudadana, aprobada el mismo día en que Zelaya tomó posesión, le amparaba, pues se trataba solo de una encuesta.
Vistos, sin embargo, los entretelones que rodearon al golpe, cualquier observador pudo darse cuenta de que la consulta fue apenas la justificación de la oligarquía y la derecha locales —así como de la ultrarreacción regional—, para sacar del poder a un ejecutivo burgués-liberal que, no obstante, se había sumado a Petrocaribe y al ALBA, y en la Asamblea de la OEA de la que fue anfitrión, presionó para que el depauperado organismo presentara sus disculpas a Cuba por expulsarla en 1962.
En ese contexto, la asonada fue en realidad —como reconocieron entonces algunos de sus promotores en Estados Unidos—, un intento de advertencia a la nueva Latinoamérica, integracionista y solidaria, golpeada en el eslabón más débil de su cadena.
Dos años después de los hechos, y cuando esa OEA que está loca por lavarse las manos aplaude los resultados de la llamada Comisión de la Verdad, hay motivos para preocuparse.
En primer lugar, porque argumentar «razones» para el golpe —aun cuando se le reconozca—, sigue constituyendo un estímulo para que otras acciones lesivas a la democracia y la autodeterminación nacional —como ocurrió en Honduras— puedan realizarse en América Latina.
Y como lo de la asonada ya era sabido, y se ha plasmado en el informe la existencia apenas de 20 muertes —se asegura que fueron muchas más— que se deben «investigar y sancionar», la única bondad visible en el tardío dictamen es la de querer justificar lo que no tiene justificación.