Dos o tres veces se contó abreviada parte de su historia, que tuvo un viraje sorprendente aquel Día de Reyes. Él estaba desnudo, bañándose en una transparencia de río, cuando distinguió en el barranco las manos de uno de los ocho hermanos convertidas en bocina: «Oyeeee, dice papá que vayas ahora mismito a la casa».
Dos «Marianas» habían ido a buscarlo para enseñarle las primeras letras. «Pregúntenle a él», dijo el padre con una flexibilidad no acostumbrada. Soltó la frase y… dudó; y lo asaltó un calambre y pensó en el chisme malintencionado que habían echado a rodar otros: «Lo van a mandar en lata hecho carne rusa a la bodega».
Pero tanto Herminio como Elba, los progenitores, supusieron que Piro, acostumbrado a las andanzas con terneros o cubetas de agua, iba a decir que no; que él, a sus 11 años, quería quedarse en Champún de Santana de Nagua.
El niño, en cambio, sorprendió: «Sí, papá, me voy con ellas». Y ese 6 de enero de 1960, bajó caminando de la Sierra Maestra hasta llegar al Caney de Las Mercedes.
En la noche acontecería el episodio que generó aquel guión de aventuras televisivas: una planta eléctrica hizo encender los bombillos de la escuela y varios de aquellos 60 niños iniciadores, entre enardecidos y asustados, quienes solo habían visto el candil como luz artificial, empezaron a corear: «¡Mira, qué bajitas están las estrellas!».
Ese mismo día conoció el hielo y se deslumbró al punto de que quiso guardarlo para el día siguiente. Y, como era fecha de magia y reyes, le dieron a escoger entre centenares de juguetes que nunca había visto; por eso solo atinó a tomar una pistola… de agua.
Y como agua, después de eso, se le escurrió el tiempo. Así aprendió a escribir «luciérnaga» y «cielo»; a leer corrido y a manejar tractores, algo que realizó como demostración, en la apertura oficial de la escuela, el 26 de julio de 1960, delante de Fidel.
La suerte lo llevó a pasar, además, cerca del Che y de Manuel Hernández Osorio, quienes participaron en la construcción de aquella ciudad de libros, llamada con el nombre hermoso de Camilo. A poco recibió clases de profesores de lujo como Sidroc Ramos, Nieves Alemañy y Herminio Almendros, autor de Oros Viejos y símbolo que seguiría toda la vida.
También allí miró una demostración de Emil Zátopek, el checo campeón olímpico del maratón. Y vio a Enrique Figuerola, al ajedrecista Eleazar Jiménez, la Ópera de Pekín, el ballet de Alicia Alonso y a varias figuras relevantes de aquellos románticos años 60.
Lo más bello es que, andando el tiempo, Luis Ángel Fonseca, el nombre verdadero de Piro, sería profesor, subdirector y hasta director de la Ciudad Escolar. Y que muchos otros como él, que aquel 6 de enero se deslumbraron, llegarían a ser pintores, doctores, oficiales, licenciados, escritores e ingenieros.
Toda esa historia conmovedora pasa ahora en ráfaga delante de mis ojos cuando leo con dolor y asombro, una carta reciente de Daylis Pérez, esposa durante 40 años de Luis Ángel. En esta me dice que el pasado 7 de agosto, después de que a él le amputaran una pierna por una agresiva diabetes, falleció en el hospital manzanillero Celia Sánchez.
Lo más lamentable lo escribe después: «Casi nadie fue a su funeral y eso es duro, sobre todo, por los diez años que trabajó en la Dirección Provincial de Educación y los 40 que fue profesor, casi todos en la Ciudad Escolar».
Con esas líneas pienso en este u otros olvidos e injustificables. Por eso, dondequiera que Piro esté hoy, hecho estrella y nunca hielo, le estoy dedicando estas letras de gratitud y respeto, 51 años después de aquel primer día en las aulas y de su primer encuentro con otros reyes magos.