Fuimos justamente hasta el centro. Mis colegas y yo hicimos un alto al sentir que ocupábamos un punto desde el cual podía levantarse la vista, sin desvíos, hacia el podio desde el cual hablaría Fidel. Si buscábamos el paisaje a nuestras espaldas, si la mirada se dejaba caer por la pendiente de la calle San Lázaro, advertíamos un cielo de trazos rojos y naranjas, de amanecer.
A las siete en punto, a solo metros del primer peldaño de la Escalinata de la Universidad de La Habana, sentíamos este viernes que estar allí entrañaba un simbolismo especial. A las siete y cuarto alguien miró su reloj y dijo: «Faltan 15 minutos. Él es puntual…». Y a la hora anunciada para el encuentro —las siete y media—, se percibió el movimiento allá arriba, y vimos aparecer a Fidel con su gorra verde y su uniforme.
Cercano a él, los muchachos de la Universidad levantaban banderas cubanas y aplaudían, y a la altura de nosotros había cubanos de todas las edades. Y también seres de otras partes del planeta: seres mestizos, negros, rubios, algunos con pinta de «aplatanados» en la Isla, y otros con cara de deslumbramiento permanente, típico de quienes llegan por primera vez o están de paso.
Empezó a hablar Fidel. Las palabras eran recogidas cuidadosamente por una multitud que esperaba y hacía silencio. Dijo que los hechos habían desbordado lo que hubiera podido imaginar: estaba de nuevo entre esos edificios de piedra, que tantos recuerdos le avivaban, a los que nunca pensó pudiera retornar después de haber estado por allí la última vez.
Recordé entonces aquella noche del 17 de noviembre del año 2005 en el Aula Magna, cuando habló a los universitarios de la posibilidad de que una Revolución fuera reversible si sus artífices cometían errores de esencia. Fue esa una reflexión excepcional, como la de este viernes, para la cual escogió a interlocutores puros y audaces, llenos de sueños y despojados de prejuicios: los universitarios, ante los cuales él recordó a sus amigos —que eran como los de ahora—, y a su etapa prodigiosa de estudiante 65 años atrás.
Después, con su magistral poder de tejer imágenes gracias a la palabra, hizo un recuento de la absurda historia de los hombres, siempre sumergidos en la violencia. Lo hizo porque al punto tecnológico a que han llegado las cosas el planeta no aguanta una sola conflagración.
Cuando habló de aquellos carruajes romanos tirados por caballos, y en cuyos ejes daban vueltas las cuchillas de dar muerte en las arenas a cualquier guerrero o gladiador, advirtió al mundo que ese tipo de combate, incluso los del siglo XX, son pasado perfecto comparado con la amenaza nuclear que nos acecha.
Un cubano dijo a otro en medio de la multitud: «Las cuchillas del carruaje… Esas, las que salen en la película “El gladiador”…». El compatriota hablaba de una película nacida en Hollywood, puesta más de una vez en nuestras pantallas de televisión, donde se cuenta de la lucha en coliseos de un grupo de esclavos que deben matar para poder seguir viviendo. Me dio por pensar entonces que la suerte de muchos de nuestra especie ha sido como la de esos esclavos desesperados en las arenas de la muerte, apelando a la violencia para no ser devorados por ella.
Fidel nos llevó de la mano por pasajes feroces de la historia. Volvió a recordarnos el dolor de las ciudades japonesas arrasadas por bombas atómicas. Me vi de pronto, como hace años, caminando el Museo de la Paz en Hiroshima, mirando objetos calcinados y suplicando porque eso no volviera a suceder. La fragilidad humana frente a la guerra, y la paz como único camino posible para seguir adelante y enderezar un mundo que está enfermo, volvieron a dibujarse claramente como advertencia para la humanidad.
Esta vez, ante los brazos abiertos del Alma Máter, sentí que la Isla estaba dando otro aldabonazo por la vida. Sentí que ahora todos somos gladiadores que debemos dominar el arte de ganar batallas sin derramar una gota de sangre, el arte de imponer la paz, pero no la de los sepulcros sino la colorida que solo nacerá del reparto justo de cuanto puede darnos la Tierra.
Habrá que hacer malabares en la arena —me dije en medio de la muchedumbre— y robarse el corazón de muchos espectadores hasta que el emperador, con su dedo que es el de tocar la próxima bomba, indique clemencia apuntando al cielo.
¿Qué hacer para salvarnos todos? ¿Cómo obrar el milagro de la paz? La pregunta, inmensa, me quema el pecho siempre que termino de escuchar a Fidel. Y así lo siento mientras camino las calles de la ciudad y me detengo a mirar las cosas que más importan, esas que son el horizonte de todo cuanto hacemos: una niña colgada del cuello de su padre, y detrás la madre que los sigue mientras canta, entrecortadamente, una canción de amor.