LOS recuerdos suelen saltar ante nosotros como los conejos desde las chisteras de los prestidigitadores. Hace unos pocos días, mientras organizaba el contenido de una vieja maleta atestada de objetos entrañables e (in)útiles, se le desprendió de uno de sus costados un carcomido remiendo de madera con una inscripción apenas legible.
A juzgar por el polvo y el comején, debía llevar allí bastante tiempo. La curiosidad me conminó a postergar lo que estaba haciendo para intentar descifrar el texto de la tablilla. Tras varias lecturas fallidas, finalmente —¡eureka!— el vetusto mensaje se develó ante mis ojos. Decía, conciso, directo y categórico: No pise el césped.
No tengo idea de cómo aquella tablita venida a menos llegó hasta el flanco de mi viejo arcón para impedir que por una grieta se evadieran mis recuerdos. Sí sé que, como surgida de una lámpara mágica, apareció la imagen de hace 40 años del parque de mi pueblo, con sus áreas verdes sembradas de cartelitos como el de mi hallazgo.
Eran impecables vergeles entonces, y así me lo reveló la grata visión antes de que la voz adorable de una de mis pequeñas hijas me devolviera a la realidad. Claro, se adivinaba entre las rosas rojas y la hierba fina la mano de alguien que había hecho no solo sacerdocio, sino arte legítimo de su oficio de jardinero, capaz de componer mensajes de amor con la textura de las plantas ornamentales.
El recordatorio de «No pise el césped» devenía allí aviso convencional, advertencia innecesaria, mera formalidad. Porque las personas que en cualquier horario del día o de la noche cruzaban por el parque tenían incorporado en su «hoja de ruta» que la zona donde habían plantado el cartel como si fuera una planta vigilante no era para caminar.
El presente se ha distanciado bastante de tan idílico panorama. Y no solo en mi pueblo, sino en muchos otros donde las áreas verdes están lejos de dignificar ese nombre. «Perdimos la cultura de cuidarlas» —admite Gustavo Echenique en un parque tunero, mientras observa cómo varios niños juegan en los canteros sin que nadie intervenga.
Hoy son escasos los que manifiestan alguna sensibilidad por cuidar la jardinería de esas instalaciones sociales. Ya es común, normal, que los transeúntes corten camino entre los accesos apelando a la ruta más breve: cruzarles por encima. Y no solo la atraviesan, sino que hasta se permiten parquear bicicletas, arrojar basura y desgajar plantas. Tiempo costará recuperar la devoción perdida.
En este quebranto de las buenas costumbres les asiste responsabilidad a los encargados de mantener pobladas las áreas de tierra de los parques. Desde el momento en que se descuidó esa tarea, estaba de más el cartelito. El entorno ahora no es regalo, sino deuda. Y lo triste es que la gente continuará pasando por allí como Pedro por su casa, mientras las flores no retornen con garantías de conservación.
Es necesario restituirles el esplendor a las áreas verdes de los parques que lo hayan perdido. Pero, junto con la repoblación, urge educar a los visitantes para que las cuiden como propias. Desempolvar legislaciones y aplicarlas sería una manera eficaz para comenzar.
Desde luego, primero se precisa romper la inercia, sembrar y cultivar para que el gris no consiga imponernos su triste color. El objetivo —¡cómo no!— es realizable. Depende de todos que una involución cromática no tiña de añoranza el verdor de la clorofila pública.