La alegría de las personas al saber que pueden asistir a sitios confortables, de buen gusto y servicios de precios asequibles es siempre contagiosa, máxime si antes carecían de los mismos o se vieron privados de ellos durante varios años, por deterioro o quién sabe cuántas otras causas.
Ese es el estado de ánimo visible en los pobladores de la Isla de la Juventud, testigos de la apertura, meses atrás, de instalaciones médicas en zonas rurales, de una planta de hormigón que procura multiplicar su producción para beneficiar a viviendas dañadas por los huracanes, así como de nuevos y restaurados espacios para la recreación y el esparcimiento.
No resulta ocioso llamar la atención sobre la necesidad del cuidado y uso óptimo de esos recursos entregados al pueblo —un loable esfuerzo del Estado cubano en medio de la crisis económica global— y, sobre todo, de la profesionalidad de quienes laboran en ellos, a fin de alargar su vida útil para el disfrute de todos… y evitar malestares innecesarios.
Mucho se ha dicho sobre el trato y maltrato a los clientes en establecimientos recreativos. No pretendo extenderme sobre el tema, sino compartir con los lectores que cuando existen conductas contrarias a las normas se puede incurrir en malentendidos; y esos pueden convertir el mejor de los ratos en una vergüenza evitable.
Si me preguntan por algún lugar en el que puede operarse esa desagradable mutación, señalaría a esas instalaciones que ofertan productos en pesos y en CUC, y en en las cuales los dependientes deben mostrar la carta-menú para que el usuario decida —según sus posibilidades— cuál oferta consumir, en lugar de enterarse al momento de pagar la cuenta.
Cuando en estos casos no se actúa como se debe, se corre el riesgo de ofender a cualquiera de las partes, ya sea en el intento por convencer a la persona afectada para que abone el importe de lo consumido, o en el de llegar a un acuerdo que satisfaga a ambos.
Según la ley, se debe cumplir con las disposiciones de precios establecidas de antemano, mas, ¿qué sucede si el cliente no conoce el precio de cada producto y las monedas en que se ofertan? ¿Cómo proceder entonces para solucionar el problema?
Si el cliente siempre tiene la razón, entonces la entidad debería responder por los perjuicios ocasionados, de modo consciente o no. Claro, colocar tal máxima en el centro del servicio y convertirla en eje de un estilo de trabajo exigiría a cada trabajador del sector evaluar sin paños tibios su idoneidad, y preguntarse en ese contexto si son todos los que están o están todos los que son.
Quienes con gran sacrificio deciden visitar sitios recreativos, ven en ellos una ventana a la diversión y un escape ante la rutina y el estrés diarios. No los hagamos, con expresiones de ineficiencia, perder la confianza y la motivación de visitar nuevamente uno de esos lugares que invitan al pasar.