Parapetado en la base del monumento a José Martí, el periodista desfila una y otra vez con sus propios ojos. Esa mirada, terca en cazar detalles, descubre en la muchedumbre —que luego alguien resume en una aburrida cifra— la manera muy personal con que cada quien asume su Primero de Mayo.
Razones esenciales, diría que sagradas, convocan a ese pueblo. Es sustentar lo que nos ha traído hasta aquí, contra viento y marea. Lo que nos ha hecho crecer y pensar, imperfecciones y defectos aparte. Eso es lo que no comprenden quienes, trasnochados en sus descreimientos, creen ver siempre un atrezo político, una escenografía preparada verticalmente. ¿Qué mueve entonces a tanta gente distinta, a tanto destino entrecruzado? ¿Qué los trae?
Más allá de las consignas que repiten una y otra vez los altavoces, el sabor y la fuerza del Primero de Mayo está en esa barroca profusión de motivos, esa versatilidad con que se entrecruzan allí y se expresan los destinos personales.
Las señales más elocuentes no son esos carteles estándar que el sindicato imprime con tiempo y consignas muy conocidas, sino los humildes cartones improvisados, donde se estampan con caligrafía súbita el gracejo y la hondura de la gente sencilla, como aquel que rezaba: «Obama: quítate la sal de encima y a ningún pueblo oprimas». Y las alegorías de rudo cartón; aquel cuadro casero que, descolgado de la pared, nos paseaba a un Che meditabundo, con un pretencioso marco dorado. O un Escudo cubano muy singular, hecho con brillantes envolturas de caramelos.
Cada quien a su forma, hasta llegar a tintes surreales, como aquella gran conga que invadió los himnos y marchas solemnes, enfebrecida con vibraciones de cuerpos, con ese «Pa’llá, pa’llá...» y cientos de brazos flexionándose, empujando algo hacia adelante siempre, hacia un futuro.
Primero de Mayo es alegría, pero lo más difícil es sostener ese entusiasmo cuando los marchistas doblan la esquina al final del desfile, y se adentran en la trama de todos los días. Primero de Mayo, con sus ritmos y claves, con su expansión visual, nos alerta también de que si no dignificamos el trabajo por encima de la abulia, si no sudamos la camisa con gratificación y honradez, si no cambiamos lo que tenga que ser cambiado para levantar el sentido de pertenencia y la plenitud del socialismo, estaremos aplazando sueños y retrasando bienestar y felicidad.
«Jamás tendrán a Cuba», proclama un cartel; y uno siente orgullo cimarrón. Pero no es fortuito que un poco más atrás en la marcha, vuelva a irrumpir este Primero de Mayo una gran valla que ya paseó el pasado año: «¡Abajo la burocracia, arriba los trabajadores! ¡Más socialismo!». Como también flameaba al viento una inmensa tela que exhortaba: «¡Trabajadores, decidamos y dirijamos nuestro socialismo!». Unas y otras trasuntan el mismo compromiso de salvar eso que nos ha hecho crecer y perdurar. Eso que nos convoca cada Primero de Mayo. Tu Primero de Mayo.