Así puede definirse Juntos nada más, filme que alcanza a metaforizar la madurez espiritual de la cinematografía francesa, la que, a diferencia de la gringa, prefiere subordinar las peripecias físicas al ahondamiento en el mundo existencial de los personajes. Una película francesa puede no gustar, puede no satisfacer las expectativas artísticas de los más exigentes, pero, aun en ese caso, usted se llevará a casa un aprendizaje importante sobre la vida, la gente, la posibilidad de crecer como ser humano. Y es que detrás hay una cultura milenaria que habla por los personajes.
Juntos nada más resulta otra manera de decir que sí, que es posible acercar la felicidad, incluso cuando todo se presenta mugriento y difícil. Su trama parece nada y es heroica; heroica en la medida en que narra el esfuerzo sobrehumano de cuatro personajes por burlar la soledad de sus días, por fajarse a brazo partido por la vida, y llenar sus existencias de sentido. En el camino, tienen que dejar mediocridades, manías, mezquindades, pero, como están convencidos de que vale la pena (Calviño, si no la has visto, corre al cine), viven atentos al menor guiño que pueda hacerle el Otro, para aferrarse a esa calidez como a un clavo ardiente. Juntos nada más habla del desespero de la gente sola en la gran ciudad del desarrollo, donde el frío y el enclaustramiento llevan a que ni siquiera los vecinos se conozcan o se saluden. A mí me recordó una preciosa canción que interpretaba Ana Belén hace años: Gente sola, justamente.
Pero lo hermoso de la historia está en que, a distancia de tanto cine amargo, ácido, patético, Juntos... no se regodea en el trauma de la soledad y la asepsia, y se decanta por la opción del entrecruzamiento y el enlace de la gente. Ya aprendimos con Nikita Mijalkov que aún cegada por el Sol, la gente se ama. Y estos parisinos le hacen caso al gran ruso, y echan mano al menor cordón umbilical que le aproxime al Otro.
Lo mejor de la película reside en su guión —basado en la novela de Anna Gavalda— y su montaje; en la estructura que favorece el gradual acercamiento de los cuatro personajes. Cuatro pequeños personajes que son enormes, la verdad; que son heroicos. Camille vive en un cuartito, en la cima de cierto edificio; un cuartito de dos metros cuadrados, cuando mucho. Su refrigerador es sacar los productos a la intemperie, para que los enfríe el clima mismo. Padece anemia, trabaja en la limpieza de alguna institución, y todo esto la ha hecho un poco hosca, encerrada en sí misma. Franck es un cocinero que pasa de todo, huraño y taciturno, impertinente: supone que resuelve su soledad con la primera prostituta, el alcohol y la música bien alta. Philibert, entretanto, vende postales en las afueras de algún museo, y lucha con su voz —insufrible—, con tal de ser actor y encauzar sus energías y sus emociones. Philibert ocupa un departamento sí muy espacioso en el mismo edificio de Camille. Paulette, la abuelita de Franck, sabe que le quedan horas en este mundo, y aspira a que la dejen vivir junto a sus gatos.
Cuatro bellísimos personajes fajados con la vida, pasando por sobre el egoís-mo y el retraimiento, jugándoselas todas en cada paso. Los mejores momentos de la película son aquellos donde el discurso echa mano a la música, y bajo la protección de esta, el montaje entrecruza las acciones del cuarteto de personajes, como si el destino los estuviera mirando y juzgando. No se nos dice nada, no se valora nada: apenas vemos a Philibert luchando con su voz, a Camille y a Franck tratando de comprender las razones del Otro, en fin. ¿Qué más tengo que hacer para transmitirles mi pasión por esta película? Yo mismo parezco un personaje de ella, tratando, con todo el ánimo del mundo, de que ustedes la vean.
Las actuaciones son, literalmente, de película. Audrey Tautou, recordada por la célebre Amélie, resulta sutil y retraída en la Camille, con una introspección absolutamente demandada por el personaje. Pero es sobre todo Guillaume Canet, en el Franck, quien ofrece una clase de actuación. El intérprete borda la transición de su personaje, desde ese cocinero límite, rudo, romo y pacato, a ese hombre sensible que lleva bajo la piel y que ha estado todo el tiempo esperando a una mujer como Camille. No lo sabía; suponía que le iban las prostitutas. Pero cuando se entera, cuando algo le avisa que posiblemente llegó el amor, Franck deja a un lado toda la mediocridad de su vida y se aferra a Camille con fiereza y con belleza. La escena donde Franck se descubre perdidamente enamorado y sale a caminar, emocionado, sin saber qué hacer con su emoción, dónde meterla, es una escena entrañable, que el actor consigue en un alarde de sensibilidad y de profundidad interpretativa, y que el espectador recordará por mucho tiempo. Otro momento de privilegio sucede cuando Franck y Camille se cruzan por azar en la casa, ella le pide hacer el amor, y Franck responde algo como esto: «No, porque yo te quiero a ti».
Cierto que el final es un poco dulce. Un poco no; bastante dulce. Al guión y a la dirección se le van tres o cuatro decibeles más de azúcar. Cuando la vean, ya se darán cuenta de por qué digo es to. Siempre es importante evitar la diabetes, y si la película hubiera preservado su sobriedad hasta el final, fuera probablemente una obra mayor. Pero, de otra parte, ¿por qué esa dulzura tiene que estar mal? Si hay tanto cine escéptico, desesperanzado, y no pasa nada, tiene toda la legitimidad asegurada, ¿por qué va a ser un error que una película abogue porque sí señor: existe la felicidad, y está al doblar la esquina; solo que la posibilidad de encontrarla o no depende de usted y de su disposición humana? ¿Por qué va a ser esto un problema? No digo más: vayan corriendo a ver Juntos..., y después conversamos.