De tan repetidas, e instintivamente defendidas, convierten algunos en consignas lo que debería funcionar más como apotegmas.
Así nos ha ocurrido con no pocas campañas en las que se juegan graves asuntos de la vida del país; incluyendo algunos de carácter político, sensiblemente políticos. De esos que no se resuelven con la simple y marginal frase de ¿cuál es la mecánica? Ni tampoco como en la «naranja mecánica», el taquillero título de una película hollywoodense.
Entre esos dilemas a los que debemos asistir con la «cabeza en su lugar» y no como autómatas está la elección de los poderes públicos de la nación.
He ahí uno de los instantes en que el concepto filosófico de la libertad —vista como la conciencia de la necesidad— debería mover la mano de nuestros juicios.
Fidel, defensor convencido del voto unido frente a las restantes posibilidades de nuestro código electoral, ha alertado sobre el carácter definitorio de esa cruz en el centro de la boleta.
Es que no se trata de la estampa de un signo cualquiera. Aunque parezca altisonante, decidirlo en la soledad de las urnas es como ubicarnos en algún Jerusalén de nuestras vidas, y también en la de quienes comparten con nosotros ese espacio geográfico y emocional que llamamos Patria. Es como un vía crucis que marca la opción individual por el destino colectivo.
Creo que la mayoría de los cubanos optarán por posar su mano este domingo sobre ese círculo en el centro de la boleta, que es como ponerla en el centro del pecho. Con ello ofrecen un voto de credibilidad a las instituciones de su país, además de a la utopía apasionante que representan y defienden.
Mas, sin ánimos de aguafiestas, presiento que hemos mirado poco por estos días al otro espacio de la boleta. A ese en el que estarán los elegidos y sus deberes. La atención se concentró en la cruz que se espera de la inmensa mayoría de los ciudadanos, sin percatarnos que a largo plazo la marca definitoria de arriba estará determinada por la actitud de sus vecinos de los bajos.
Por menos analizada no es inferior la responsabilidad de esos hombres y mujeres que alcanzan el deber mayor de representar el país y sus destinos. Se me antojan Caupolicanes que cargan sobre sí el madero estratégico con el que se pule o consume como opción el voto unido, en la medida en que cumplan con mayor o menor eficacia con el mandato conferido por su pueblo.
Porque la conciencia patriótica y unitaria de los cubanos no puede ser pagada con el acomodamiento del carácter. La elección puede ser universal, pero la responsabilidad es intransferible y personal. Todos esperamos que cada elegido individualmente sea un apasionado parlamentario o delegado. Mientras en más oportunidades el pueblo renuncie a las particularidades por el bien mayor común, se acrecentará el desafío individual de cada diputado.
No se espera de ellos solamente que sean ciudadanos de mérito, sino hombres y mujeres de estado. Estamos frente a una especial fórmula de la «física social»: El voto unido de todos por cada uno de los propuestos. Y cada elegido por cada uno del todo. ¿Complicado?, pero analícelo.
En el máximo órgano de poder estatal de la nación deben abanderar esa verdad incómoda de la que tanto ha hablado Raúl en sus últimas intervenciones públicas, para que los problemas, como los buenos corredores beisboleros, no nos roben las bases hasta complicarnos el juego político, como ya nos ocurrió no pocas veces.
No olvidemos que Cuba se aleja de aquel aciago 1993 en que la Revolución decidió con valentía —en temerarias circunstancias ideológicas y económicas— que se elegirían por el voto directo los representantes a las asambleas provinciales y al Parlamento. En consecuencia, surgió como opción revolucionaria el voto unido, cuyos fundamentos fueron bien delimitados por Fidel.
Solo que las columnas para sostener inquebrantable ese edificio de unidad en lo adelante dependerá en buena medida de la actitud de cada uno de los inquilinos de esas solitarias casillas de abajo. Porque si su ardor individual se apagara en la «cómoda apatía del todo», entonces podría venirse abajo la estructura. Y por semejante derrumbe sí que nadie votaría.