Tengo un amigo que prefiere los pinos por sobre las palmas, los picos helados a las playas y la nieve antes que el sol. Hasta el himno de los soviéticos, enterrado por la perestroika, le parece infinitamente más musical que el nuestro y si le dieran a escoger entre el ron cubano y un whisky, seguramente optaría por la bebida universal de los escoceses. De Cuba solo es fanático a los tabacos, que fuma sin tregua, aliviando los excesos con dosis frecuentes de gotas nasales que guarda invariablemente en los bolsillos delanteros de sus jeans.
Y, sin embargo, es tan patriota que jamás le ha costado una sola duda su pertenencia, no a una Isla o a un modo de ser, más bien a todos los momentos, buenos o malos —pero siempre tremendos y fundamentales— que transformaron a su país en los últimos 50 años.
A esos momentos les hizo y les canta canciones que se volvieron clásicos y en medio de ellos escribió y publicó su primera novela —El infinito rumor del agua—, un texto realmente deslumbrante que la crítica parece haber ignorado, cuando ya la segunda va camino a la imprenta.
Cuando le pregunté si lo quisieron comprar alguna vez, me contó de un viaje en que lo esperaron con dos boletos de avión, un contrato por 800 000 dólares, y una fiesta de amigos añorados. Ni siquiera se molestó en buscar una excusa para el «no». Como ese niño que no ha dejado de ser, solo dijo: «Yo quiero volver a mi casa». Lo paradójico es que por esa época ni casa tenía y su patriotismo se había puesto en duda con dolorosa frecuencia.
Sí, Amaury Pérez Vidal transitó y transita por los momentos tremendos y fundamentales que transitamos todos, la diferencia es que puede, como pocos, llorarlos, bendecirlos o eternizarlos, lo mismo en prosa que en verso.
Este viernes, como tantas veces a lo largo de sus 54 años de vida, se preguntaba sobre su propio misterio, esa certeza de un patriotismo que no se cuelga de estereotipos o preferencias, más bien los niega. «Yo me siento profundamente patriota, pero no me aferro a ninguno de los símbolos que generalmente se asocian con ese sentimiento.»
De eso hablábamos, cuando le trajeron la Carta de Fidel a la Asamblea Nacional. A los pocos minutos, el mensaje inundó los espacios en la voz del trovador, sin un solo titubeo ni la más pequeña inexactitud. Como si el espíritu de quien la escribió fuera parte consustancial del texto.
Privada y colectiva, universal y nacional, la Carta, destinada a cada uno y a todos al mismo tiempo, transitó con igual fuerza por lo racional y lo emotivo. Difícilmente haya otro mensaje tan personal y a la vez tan compartido. La diversidad hizo lo suyo en la percepción emocionada de cada uno. La unidad casi levanta las manos con la línea final, como si en aquella sala también sesionara la Asamblea.
Todavía duraban las sonrisas del buen ánimo que dejó el mensaje, cuando Amaury lo retomó, para dar cuenta de una revelación: «Es Fidel. No es el monte, ni la palma, ni el escudo... Es Fidel quien me hace sentir que soy patriota». Definitivamente sí. Y no solo a él.