Érase un hombre docto, versado en mil temas terrenales, que gastaba los días hablando de sus pergaminos y sus glorias.
Conducía cada conversación por los caminos ampulosos de su ego: «Yo soy Máster en Astronomía, Doctor en riego y drenaje, experto en lombricultura, ingeniero en geodesia y cartografía, especialista en producción del plátano extradenso...»
Cierta vez el sujeto fue invitado a una playa azulísima para que disertara sobre las propiedades del agua marina, tema en el que era «uno de tres mejores en América Latina». Y aconteció que en medio de su explicación, encima de un pequeño yate, el ilustrado cayó en el corazón de una ola, que empezó a ahogarlo. Entonces el más humilde de los presentes lo sacó por el pelo; pero después de salvarlo le espetó: «Usted podrá ser muy astrónomo y científico; sin embargo, no sabe nadar. Aprenda, los títulos no son todo en esta vida».
He traído el cuento a esta página, con numerosas licencias propias, porque en la realidad cotidiana galopan no pocos individuos de ese talante, que creen que por las etiquetas académicas o por la longitud de un cargo, el mundo entero se abre a sus pies. Y no calculan, en cambio, que en este universo la hormiga más minúscula puede socorrerlos... o envenenarlos.
Piensan que a su paso las mariposas se encandilan, los árboles se tuercen y las estrellas se opacan. Consideran que pueden taconear al que, por las jugadas del destino, no pisó un instituto o no pudo ingresar a una corporación lujosa.
Aplaudo, por supuesto, la cultura, la superación y el estudio. Admiro el intelecto y el ejercicio de la mente. Pero abomino, como muchos, la petulancia, el envanecimiento de quien no bien ha pronunciado su nombre, suelta los siete títulos que posee y los infinitos viajes que ha hecho por la tierra.
Esa egolatría es la que en un escenario público puede llevarlos a sentirse, equivocada y peligrosamente, con más derecho que las «personas simples» y con la potestad de pasarles, como trenes sin pito, por encima.
Nos ha sucedido que mientras esperamos un servicio ellos han llegado confiados de que tienen privilegio. «Yo soy de astronomía y no me voy a pasar aquí todo el día»; «Yo soy gerente y tengo una reunión urgente»; «yo soy máster y director, voy delante... porque soy mejor» son algunos de los estribillos que pudiéramos componer para pintar a estos ejemplares.
Y lo triste es que, ocasionalmente, en determinados lugares, hemos permitido que por esos status hayan accedido primero a una institución que el minero imprescindible taladrador de rocas, que el barrendero lustrador de nuestras calles o que el constructor de los puentes por donde de modo obligatorio transitamos cada día.
¡Qué hermoso escuchar al héroe que conoció la gloria de una batalla trascendental diciendo: «soy Juan», así de simple! Y qué pena oír al aldeano que olvidó su raíz y se hinchó al encumbrarse exponiendo: «Yo soy Antonio José Perfecto Luz, doctor en gestión empresarial, jefe de servicios especializados en robótica, título de oro en la universidad lunar...»
¿No será, al final, Perfecto Luz imperfecta sombra de la que nadie se acordará? ¿No es mejor la humildad, aunque nos sepamos toda la tabla periódica de Mendeleiev que la jactancia y la creencia de que somos vena la yugular del planeta?
Adriano, el emperador de Roma, decía que ante las enfermedades hasta los más poderosos se convertían en insignificante carne humana. Y Martí escribió para todos los tiempos aquello de que «Toda la gloria del mundo cabe en un grano de maíz», frase tantas veces repetida por Fidel.
En esa sentencia se resume la esencia hermosa y severa de la vida. Nuestro epitafio no llevará los nombramientos gerenciales ni académicos, tampoco el cuento de que estuvimos cerca del Sol. Además, a fin de cuentas, un día aun el mismísimo Astro Rey puede acabar...