Mientras camino por los portales de Belascoaín también veo. Reparo. Aquí, un hombre que casi roza los 70. Sobre un banquito con mantel azul, algunos pomos, unos cepillos. Todo a la venta.
Y un folleto: Guía para ganarse el premio gordo. ¡Qué bien! La suerte se ha dignado en aparecer ante este transeúnte, quien por solo algunos pesos tendrá paso libre a través de la puerta de la abundancia —que por lo regular, permanece tapiada, digo yo.
Sin embargo, como un relámpago, la escurridiza dama se me va de entre las manos cuando el cerebro, garrote del corazón, me pone en guardia: si en verdad el librito contuviera la fórmula para ganar una fortuna, ¿acaso este buen hombre estaría tan desesperado por darlo a la publicidad? Por otra parte, la humildad de la tarima habla sin muchas palabras del éxito del método.
No. Definitivamente tendré que seguir trabajando. Tecleando palabras para llevar el pan a casa. Y de vez en cuando, algo para colocar dentro del pan.
Sigo mi camino, y en la apurada y estrecha Neptuno subo a una ruta 20. Veo, veo. Una joven dará a luz dentro de muy poco. Pero viaja de pie, y se sujeta como puede a los pasamanos.
Cuatro hombres, juntos todos como los pliegues de un acordeón, descansan las posaderas en los cuatro asientos laterales de la derecha. Los cuatro miran al frente, directamente a la muchacha, pero no se inmutan. No son minusválidos, sin embargo, no reaccionan. Serán de goma o de plástico.
Apenas diez centímetros más adelante, un símbolo recuerda que ese, ¡ese sí!, es el asiento de las embarazadas. A ese sí tiene derecho. A los demás no. Por tanto, la joven deberá esperar que las personas avancen para poder acceder, una parada después, a su sitio. Los maniquíes, mientras, continúan rígidos, como la carne a la que se le congeló la sangre y dejó emigrar el alma.
Algo de hielo y desarraigo hay en los hombres acomodados.
Nos sentamos a la mesa. Es de noche, y estamos de aniversario. Es La Roca, restaurante de lujo: luces tenues y manteles rojos. Y veo que veo a cuatro sujetos escandalosos. Los observo desde que están en el umbral, aguardando que el maître les asigne mesa. Risotadas y palabrotas, algunas en la más soez norma de Castilla.
Me trago, con un sorbo de jugo, un poco de la inconveniencia que me provoca que los ubiquen justo detrás de nosotros. La melodía, que debería añadirle otros toques de elegancia al lugar, apenas se escucha, asfixiada por la batahola de los recién llegados. Y nadie con potestades para vigilar por la apacibilidad del sitio, se toma la molestia de llamarles la atención. Tal vez la divisa que los bullangueros cargan en los bolsillos es un excelente instrumento de persuasión...
Veo, veo...