A un crítico de teatro amigo lo irritó sobremanera la reciente decisión del jurado de un programa humorístico televisivo de pasar a la siguiente ronda de competencia al, a juicio de mi compañero, «menos competente» de los participantes.
Pese a que compartí del todo su criterio, no dejó de sorprenderme —y así se lo manifesté— su enojo, pues si fuéramos a coger berrinche por todas las actas y veredictos erróneos de jurados habidos y por haber, estaríamos bravos media parte de la vida.
Solo diciembre y los festivales de cine latinoamericano darían para una sucesión de infartos en cadena.
No hay selección alguna en el mundo occidental —fílmica, literaria, de la moda o hasta culinaria— que sea absolutamente imparcial y emita juicios ajenos a motivaciones relacionadas con la coyuntura histórica, los patrones o tendencias de pensamiento del momento, perspectivas ideológicas, intereses mercantiles e incluso simpatías personales.
Si usted se toma el trabajo de buscar esas listas que a cada rato se hacen, sobre «las cien mejores tal cosa», será difícil que siempre encuentre en el número uno a la misma, salvo el caso quizá del mundo cinematográfico y sus insumergibles El ciudadano Kane y El acorazado Potemkin.
Pero un jurado en Cuba, pese a que guarda poca relación con lo dicho en el antepenúltimo párrafo —sobre todo en el aspecto mercantil—, tampoco es siempre agua de rosas y una diosa ciega con la balanza en la mano.
Pese a que, de una u otra forma, el talento siempre busca su sol en medio del follaje más tupido, no siempre quienes deben premiarlo tasan su medida en bruto y despojados de otras condicionantes.
La subjetividad de quienes deciden resulta un elemento nunca despreciable a la hora de comprender la razón de un fallo a ojos vista desacertado, según nuestro criterio mas no en el suyo.
No solo la formación estética y el nivel cultural del miembro del jurado podrían influir entonces, sino además sus preferencias e inclinaciones.
Por eso he declinado ser jurado. Es algo tan difícil como zafar un nudo gordiano pues nunca se queda bien con nadie. A veces sin razón; pero en ocasiones el oponente tiene mucho fundamento para impugnar determinados veredictos.
Particularmente temibles son nuestros concursos múltiples, donde participan decenas o centenares de personas de todo el país. Aquí entrará en juego sin vacilación algo que existe desde hace mucho: el regionalismo, problema que no es nuestro solamente, y si lo duda pregúntele a los Nobel, que saben mucho del tema.
Si el presidente del jurado es de Mayajigua, no le quepa duda a nadie de que su municipio tendrá alguna recompensa en el botín. A veces, el hombre pierde el sentido del límite, y exagera. Así resulta que al verificar luego la lista de premiación se comprueba cómo el territorio «cogió» más de lo aconsejado por la lógica.
Otro elemento que esgrime el jurado, a saber: el sentido del equilibrio. Esto es, si fuiste premiado el año pasado, olvídate de este, a menos que tengas un tiburón blanco de doce metros bajo la manga, seas una vaca sagrada o te hayas convertido en ícono del sector, a quienes sí se sigue premiando por un raro concepto de la tradición.
No refiero siquiera en estas líneas las usuales imputaciones de amistad. Pueden estar presentes en ciertos jurados, pero al menos en los que he participado esa parte de la ética permaneció indemne.
La decisión de un jurado —y me disculpan los profesionales que hacen suya la tarea con probidad: buenos y muchos hay— siempre será una incógnita. Como la veleta, tendrá mucho que ver con el lado hacia donde corren los vientos.