Paso algunas mañanas por ciertos parques del Vedado y me detengo a observar a grupos de viejos y de ancianos —y no creo que ambos términos sean ofensivos— a los que ahora se les llama, suavemente, «adultos mayores». Paso. Me detengo. Y gozo. Gozo al pulsar el tratamiento de nuestra política social hacia los viejos. Los veo haciendo ejercicios en solidaridad de edades y de conciudadanía, relación colectivista donde la vida sigue conservando un sentido.
Eso es lo sustancial: facilitar que cuantos lleguen más allá de los 60 años no pierdan el sentido de la vida sepultados por la soledad, en un ocio merecido —como se repite viciosamente en nuestros medios—, pero que con el tiempo puede volverse monótono si la sociedad, empezando por la familia, no lo impide.
Las estadísticas, que no son humana y sensiblemente muy fiables, afirman que Cuba envejece. Los nacimientos disminuyen. Pero hay que admitir que la sociedad cubana envejece, primordialmente, porque la Revolución logró una de sus principales conquistas al aumentar el promedio de vida. Incluso un promedio alto con salud. Así, pues, llegar a viejo y seguir viviendo más allá de los 76 o 77 años no es un error, ni una maldición. Por ello, la Geriatría y la seguridad social —dos ramas de la misma ciencia humanista de tratar a las personas mayores— se extienden para garantizar una vejez en conexión positiva con la sociedad.
En un futuro, los miembros de ese partido creciente de la tercera edad irán ganando importancia. Si la población cubana envejece, eso significa que el relevo de generaciones será más lento y más escaso. ¿Dónde estarán todos cuantos deben de ocupar el sitio de quienes se retiran a los 60? Tal vez, no hayan nacido. Y los 60 quizá se empiecen a mirar como una cima del vigor y de la experiencia —no como edad de declinación— y habrá que continuar en el puesto.
Viendo así las cosas, los administradores que se preocupan tanto por la edad de sus trabajadores —tanto que cuando uno de ellos cumple 50 ya empiezan a recordarle la vejez— tendrán que darse cuenta de cuán relativa es la edad. En lo personal siento una ternura inmensurable por los viejos. Y aún lamento que no pude cuidar a papá con mimo en su vejez: murió a destiempo. Esa misma ternura, a propósito, la ha de sentir la lectora que hace unos días me escribió alertándonos de que la Casa de los Abuelos, en Plaza, suma ya seis meses de cerrada, para una reparación que no acaba de concretarse. Sesenta abuelos, según la remitente, han quedado sometidos a los altibajos de la existencia familiar. Duele sobre todo —añade la corresponsal— que todavía no se haya dado una explicación.
El hecho puede resultar un accidente. Una anécdota. Pero de cualquier forma es inconsecuente con la política de atención que el estado socialista ejerce sobre la vejez. Si alguien pudiera dudarlo, que pase por un parque, un comedor comunitario, una policlínica, hasta por algunas universidades abiertas para los adultos mayores... Solo por ese respeto hacia los viejos y los ancianos, nuestra sociedad merece perdurar. Y habrá de perdurar. Aunque, desde luego, no es solo por ello...