Ni gurú ni cacique, Luis Sebastián Ortiz conoce, casi más que a las palmas de sus manos, a San Pedro, la tierra que le vio nacer en 1914. Simplemente mira por el retrovisor de su vida y se encuentra de frente con demasiadas historias, mucha gente que ya no está y cómo un pueblo sobrevive aferrado a sus raíces.
Entre los primeros recuerdos con que tropieza están aquellos días en que las hojas de tabaco lo tapaban. Se iba antes de que amaneciera y solo retornaba con el plato de comida en la barriga y 20 centavos en los bolsillos. Luego, experimentó cuánta caña puede caer al piso bajo el filo de la mocha y cuántos hornos de carbón abren sus bocas para despedir el aliento caliente que espanta hasta al más poderoso ejército
de mosquitos cercano a los manglares.
«He trabajado brutal», deja escapar como resumen Luis con la voz cansada mientras vuelve a pararse de frente a los surcos sembrados de arroz y dos de sus tres hijas junto a él. Con varas de marabú en mano abren pequeños huecos y dejan caer el grano.
Ha llovido bastante desde entonces. Lo sabe y lo ha sentido en carne propia. Incluso, ahora que Luis Sebastián Ortiz mira los días desde el sillón donde acomoda los huesos. Con los pies en alto para aliviar los calambres, vestido de blanco coco, no se pierde
ningún detalle del poblado espigado en el siglo XVIII muy cerca de la costa sur del centro de Cuba y perteneciente al municipio espirituano de Trinidad.
El olor a pescado ensartado por la mitad y los pregones que anuncian que aún está fresco endulzan cada mediodía los oídos de Luis. También le sucede cuando escucha el chirrido del tarabico de torcer sogas y el aroma del hervor de la manteca caliente de corojo. Parecen pasajes de lo real maravilloso, pero son el día a día de la localidad que despierta en la búsqueda constante por que una jornada sea mejor que la otra.
De la casa levantada con fango, yerbas y bejucos —a semejanza del resto de San Pedro, capital de la arquitectura vernácula en Cuba— quedan las memorias. Los recuerdos de constantes malabares de la familia para llevar el plato a la mesa, las niñas y vecinos bañándose en la laguna que en el patio nacía porque el poblado espigado en la barriga de un potrero se ahoga con poca lluvia, el regreso después de ir hasta Camagüey para cumplir con la zafra del 70… sobreviven entre las actuales paredes de ladrillos y techo de zinc.
También se resguarda el susto de su gente cuando en 1958 una avioneta sobrevoló con sed sobre el caserío y dejó a su paso una víctima mortal por la metralla y más agujeros que los que hoy tiene el camino que lleva hasta San Pedro, tras el desvío de la carretera Sancti Spíritus-Trinidad.
«Los negros no valíamos na’», alega mientras con nitidez camina distante de la otrora Sociedad de Blancos, en la cual los de piel oscura y cuarteada ni en sueños podían entrar. «Tampoco lo hacían ellos en la de nosotros», aclara y deja escapar una sonrisa por sus vecinos Yaniuvys y Roger, la pareja interracial que abona un amor desde hace 23 años.
Sorprende cada detalle, cada anécdota, cada página pasada, incluso de las heredadas por sus mayores mucho más cercanos a los esclavos, autóctonos abonos de ese pedazo de tierra trinitaria.
De ahí que Luis Sebastián Ortiz, el centenario a base de harina, jutía, boniato, yuca y cabeza de pescado, y a lo lejos el recuerdo en el paladar del cigarro y ron, forma parte del alma de San Pedro, comunidad con nombre de santo cristiano y espíritu pagano. En él palpitan el ayer y el hoy de una comunidad de poco más 1 720 vecinos. Y no sorprende, parece capricho de la naturaleza que permanezca 110 años en pie con la esbeltez de un roble.
«Periodista, vino cuando tenía cien, quizá regrese de aquí a diez años porque él será del club de los 120», me despide Nodalina, una de sus hijas. Y después de tanta historia tampoco lo pongo en dudas.