La longitud de sus piernas larguiluchas deglute kilómetros a un ritmo fugaz. Zas, Zas, Zas. La batalla de Faith Kipyegon ocurre contra el viento. El viento, placebo ante el cansancio y el tedio, emerge de la profundidad de un río: el Danubio, recostado a escasos metros del estadio. Y como la corriente misma del agua dulce y cristalina, fluye una hilera compacta. El pelotón encoge y estira su cuerpo uniforme cual acordeón, pero de él no emana música, sino ruido.
La mayoría de las fondistas, corredoras de la extenuante prueba de 5 000 metros del recién concluido Mundial de atletismo, caen mientras caen las vueltas también, una a una, hasta escuchar en puntos aislados de la pista el sonido de guerra de una campana.
Hay que gozar de mucho ímpetu para correr sin saber si llegarás al final. Devorar cinco kilómetros sería cosa anecdótica si no influyeran en su transcurso los vaivenes de una competencia, si no hubiera que apretar cuando el cuerpo te pide navegar.
Y cruzar la meta al final es cumplir con la ética y con el amor personal que todo ser humano debe tenerse. No hacerlo significa defraudar el esfuerzo y solo atenúa tal decepción el ansia de intentarlo otra vez.
Entonces quedan en el camino las menos resistentes. Como si un gigante de esos que siempre aparecen en historias mitológicas tomara el grupo en sus manos y sacudiera con saña. Quedarían colgadas al asidero de la gloria solo aquellas elegidas: Kipyegon, Hassan, quizá incluso la escudera Chebet. Subsisten las más fuertes al conflicto bélico de estrategias, bloqueos y miradas retadoras.
Es una vida entera, en verdad, correr 5 000 metros delante de millones de ojos atentos. Una vida porque ocurren tantas cosas bajo el escrutinio público, que solo te queda mirar adelante y correr por ti, por los tuyos, por el éxito individual.
Es una vida porque en los carriles encuentras, además de rivales, ejemplos fidedignos de lo que se ve a diario en este mundo: la que se cae, la que se levanta y la que se cree mejor que las demás y termina bañada en su propia mediocridad. Hay de todo en la viña del Centro Atlético de Budapest.
Y Faith Kipyegon va a lo suyo, porque tiene tiempo para pensar en estos 5 000 metros: piensa en ella, en lo duro que fue llegar hasta allí tras cientos de días de duro entrenamiento, tras salir de la miseria de un pueblo llamado Bomet y tras dar a luz a la pequeña Alyn. Se olvida del oro por segundos y ve en la meta la posibilidad de asir un bien mayor: el orgullo de su hija.
Kipyegon siente partículas de polvo húngaro incrustadas en su rostro y casi ignora que justo detrás suyo van enemigas que ansían secuestrarle su triunfo. Va aboyada en una tranquilidad pasmosa mientras una estadounidense rompe el césped a balazos y un sueco casi extraterrestre se entretiene intentando romper el récord del mundo de salto con pértiga. Todo eso ocurre mientras Faith vive su ciclo particular de 5 000 metros y fenece ebria de éxito al cruzar la meta convertida en reina.
El cronista también llega a la meta, o mejor, al final de un Campeonato del Mundo como fondista desgastado por kilómetros y kilómetros de carrera. Una semana, como 5 000 metros, no es una vida, pero se parece. Y a esas alturas, fatigadas las ideas después de tanto bregar, solo quedaba apelar al cumplimiento de la ética y exprimir las neuronas más resistentes de la creación. El atletismo lo merece siempre. Budapest 2023 ya es historia, o acaso un puñado de crónicas imperfectas.