Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Con las botas puestas

Si para Washington es momento de dar otra vuelta de tuerca contra la soberanía de Cuba, para la Isla no resulta algo nuevo seguir haciendo valer nuestra independencia

Autor:

Marina Menéndez Quintero

Contra todo razonamiento lógico, todo indica que los «halcones» en Estados Unidos piensan que el momento es apropiado para volver a apretar sus garras contra Cuba.

¿Qué puede llevarlos a esa errada estrategia? Tal vez, los giros a la derecha vividos en no pocos lugares de América Latina, gracias, en buena medida, al descrédito tejido a puntada fina por los manipuladores de la verdad contra quienes buscaban el cambio real; una telaraña que ha llegado, incluso, a ilegales penas de prisión contra algunos líderes.

O quizá sea el desespero por completar en Latinoamérica la obra desmovilizadora —que tuerce los caminos, otra vez, hacia la derecha neoliberal—, eliminando el mal ejemplo principal, que para ellos no puede ser otro que el de Cuba: asidero único en 1990 de quienes se negaron a sucumbir a los dictados del mundo unipolar, cuando las mismas cuentas mal sacadas por algunos ahora se extendieron, derrumbaron el Muro de Berlín y, con él, deshicieron el contrapeso que daba equilibrio al planeta.

Las señales que dan cuenta de este apretar el cerco emprendido, también con respecto a Cuba, son visibles en los pasos recientes de una administración que ha demostrado su desprecio por la política y la buena convivencia, y a la que vemos, totalmente despojada de melindres, cuando aplica el mismo criterio absurdo del pretendido «fin de la historia» contra Venezuela.

Todavía se calza guante de seda, sin embargo, al remprender con nuevas artimañas el infructuoso acoso de 60 años contra Cuba. Pero el recrudecer del asedio no debe ser pasado por alto por nosotros, los protagonistas de la vida en la Isla.

Nadie debe soslayar que el «verbo» y las maquiavélicas conjuras de los personeros de la Casa Blanca también estuvieran detrás —o delante, como retratara de modo magistral el canciller Arreaza en relación con el golpe en marcha en la nación bolivariana— de los más recientes intentos de agredir a nuestro país, ya sea de modo material o moral.

La alegada y fantasiosa excusa de los supuestos ataques sónicos a los funcionarios de su hoy desmantelada Embajada en La Habana fueron el primer pretexto de la actual administración estadounidense para retrotraer lo avanzado en materia de relaciones diplomáticas, luego de las medidas que restringieron a sus ciudadanos la posibilidad de viajar a la Isla, anunciadas por Donald Trump en Miami en junio de 2017, entre otras de carácter punitivo.

Es lamentable que esa sinrazón de «los ataques» fuera blandida también, más de un año después, por su vecina Canadá. Pero nadie puede asegurar que sumar a terceros no fuera también un objetivo de la Casa Blanca.

Igualmente deberíamos anotar en la lista de nuevas agresiones fraguadas desde el Imperio, el frustrado deseo de desacreditar la probada labor solidaria de Cuba en Brasil, intentando humillar a nuestros médicos con un remedo del estadounidense «parole» que promovía el robo de cerebros y talentos desde EE. UU., y que Obama derogó. Cierto que la medida no fue promulgada por Donald Trump; pero los encuentros y las declaraciones previas del nuevo Presidente de Brasil con altos funcionarios de Washington, como el asesor de Seguridad Nacional, John Bolton, y sus epítetos contra Venezuela, Cuba y Nicaragua, invitan a pensar en otra estratagema cocinada dentro o en los alrededores de la Casa Blanca.

Más recientemente, debe sumarse el propósito declarado por algunos personeros de volvernos a incluir en la espuria lista de países supuestamente promotores del terrorismo, que Washington manipula y usa para castigar a naciones negadas a seguir sus dictados como hace, desde antaño, con la mañosa descertificación a las naciones que según EE. UU. no han luchado cabalmente contra el narcotráfico.

Esa posibilidad ha sido manifestada por Mauricio Claver-Carone, coordinador de las políticas de la Casa Blanca en torno a América Latina, quien ha dicho que su país evalúa la medida. Para ello podrían usar como justificación la labor solidaria de Cuba en Venezuela, o la presencia en la Isla de negociadores del movimiento guerrillero ELN de Colombia, quienes fueron recibidos en La Habana en estricto cumplimiento de los Protocolos suscritos por ambos Estados al inicio de las conversaciones de paz, de las cuales Cuba es uno de los países garantes y después sede, y que tienen también Protocolos en caso de rompimiento que es preciso cumplir ahora, para seguir respetando las convenciones y el Derecho Internacional.

Evidentemente débil en su ignorancia y desatino, Donald Trump parece presa fácil de los mismos personajes de origen cubano que durante mucho tiempo mantuvieron secuestrada la ejecutoria de sucesivas administraciones de EE. UU. hacia nuestro país, quienes siguen empeñados en una vuelta atrás en la Isla que les ha resultado imposible. Entre ellos sobresale el senador por Florida Marco Rubio.

Otro intento de chantaje y subversión

En ese contexto de intentos de desacreditarnos moralmente o reimponernos espurias sanciones superadas, en cualquier caso, por las millonarias limitaciones económicas y financieras que nos ocasiona el bloqueo, debe ubicarse también la velada amenaza de Washington de echar a andar, por primera vez, el Título III de la Ley Helms-Burton, que santificó en blanco y negro la urdimbre de resoluciones mediante las cuales toma cuerpo el cerco y lo excedió, dándole carácter extraterritorial con sus sanciones a terceros.

Como un intento de chantaje político podría interpretarse la suspensión el pasado 16 de enero, solo por 45 días esta vez, de dicho capítulo, que desde la mismísima promulgación de la ley en 1996 por el Gobierno de Bill Clinton, ha sido dejado en suspenso cada seis meses por los ocupantes del despacho oval que le sucedieron.

Toda Cuba resiste frente a las agresiones de Estados Unidos, como el bloqueo impuesto a la Isla. Foto: Roberto Ruiz

Impedir que esta parte del legajo entrara en vigor no ha sido una medida fortuita adoptada por sucesivos mandatarios. El Título III de la Helms-Burton tiene un carácter explícitamente intervencionista que los cubanos nunca permitiremos que se materialice; y constituye, además, una virtual declaración de guerra comercial contra países cuyas empresas hayan invertido en sitios que los presuntos interventores consideren «propiedades» confiscadas a estadounidenses, con una salvedad: se considera tales, además, a cubanos hoy residentes en EE. UU. que en los años de 1960 todavía no tenían esa ciudadanía.

Según esa cláusula, ello permitiría establecer demandas ante los tribunales de Estados Unidos contra personas o compañías que se encuentren «traficando» con una propiedad nacionalizada por el Gobierno cubano después de 1959, es decir, que tengan inversiones, por ejemplo, en ellos.

Pero la medida es, además de injerencista e irrespetuosa de la soberanía cubana y de otros países, embustera, pues se sustenta en otro manejo sucio de la historia: fue el propio Gobierno de Estados Unidos el que rehusó cobrar las compensaciones brindadas por el Gobierno Revolucionario de Cuba en 1960 a los propietarios que fueron objeto de nacionalización en virtud de las leyes cubanas e internacionales, una medida que otros países negociaron, y concluyeron con acuerdos.

Leyes antídoto para protegerse de la Helms-Burton fueron adoptadas por Parlamentos de distintas naciones luego de su aprobación, en tanto la Asamblea Nacional de Cuba promulgaba la Ley de Reafirmación de la Dignidad y la Soberanía, que declara ilegal la Helms-Burton, y puntualiza que cualquier indemnización debería verse mediante un diálogo en igualdad de condiciones que tome en cuenta, además, los perjuicios causados a Cuba por el bloqueo y el resto de las agresiones de EE. UU., y fuera del marco de la oprobiosa legislación estadounidense.

Ahora, traer a colación otra vez la Helms-Burton por parte de la Casa Blanca resulta una alerta.

Invocarla es evocar al también interventor y colonialista Plan Bush, que proclamaba una «transición pacífica» hacia «la democracia» mediante la posesión, por EE. UU., de pedazos de nuestro suelo, su privatización, y la imposición de una suerte de Gobernador general al estilo de los tiempos en que no éramos siquiera República mediatizada y estábamos sujetos a la Metrópoli, España, entre otros agresivos absurdos.

Ambos mecanismos son idénticos en el desembozo con que vociferan sus propósitos de intervención. Pero la reverdecida pretensión de imponerlos no nos toma por sorpresa.

Si, después de 60 años de fracasos, Washington cree que es el momento de darle otra vez vuelta a la tuerca, para nosotros no será algo nuevo seguir haciendo valer nuestra independencia. Seguimos con las botas puestas.

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