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Cabalgando con Bolívar

En el campo de Carabobo se puede constatar que, de los oficiales de El Libertador a los hijos de Fidel, Cuba tiene fuertes lazos con la gran batalla americana

Autor:

Enrique Milanés León

Carabobo, Venezuela.— Aunque suele trocarse la causalidad, fue la batalla de Carabobo, del 24 de junio de 1821, la que inmortalizó el cuadro homónimo que en 1887 presentó en Venezuela el pintor Martín Tovar y Tovar. Porque si bien la obra, ubicada en la cúpula del Palacio Legislativo, aún impresiona, impacta mucho más llegar al sitio de los hechos y enterarse de los detalles de un combate de paradigmas globales que está muy lejos de cesar.

Uno vence las dos horas de carretera desde Caracas y al llegar al Campo de Carabobo ve primero dos hileras de palmas que, cual soldados imperturbables, custodian la amplia rampa en que a menudo se maniobra o desfila, sin mirar a qué altura o con qué intensidad quema el sol.

Ya a pie, en lo que se digiere el asombro ante la magnificencia del conjunto, hay que pasar revista a los bustos de 16 oficiales de bronce que hace casi 197 años apostaron su vida a bala o filo, por la causa de la libertad. Entre ellos están los jefes de las divisiones comandadas por Bolívar: el coronel Ambrosio Plaza y los generales José Antonio Páez y Manuel Cedeño. Este último —¿hizo falta en la batalla?— sigue todavía en medio de una cálida disputa de cuna entre Bayamo y Venezuela.

En la sabana del campo de Carabobo pelearon cuerpo a cuerpo el Ejército Patriota y el Ejército Realista español al mando del mariscal de campo Miguel de la Torre. Un día después de la victoria, decisiva en la independencia venezolana, Bolívar diría en su parte al Congreso, sobre ¿nuestro? caído Manuel Cedeño: «…ninguno más valiente que él». Solo eso es suficiente para elevar el orgullo del periodista cubano, que a esa hora susurra La Bayamesa.

Bajo el arco de triunfo, erigido en 1921, a raíz del centenario, nos guía la jovencísima sargento de segunda Carmen Daniela Salazar. Mientras ella explica, los cubanos dedican un pensamiento a José Rafael de las Heras, el habanero que, al mando de dos compañías del Batallón de Tiradores de la Guardia, cargó a bayoneta limpia hasta poner en fuga a los españoles al costo de su propia vida. Ahora, De las Heras, también mencionado por Bolívar en su informe de batalla, tiene un sitio entre los grandes de Venezuela, en el capitalino Paseo de los Próceres.

El Arco es pura metáfora: una mujer con gorro frigio representa a Venezuela y su Revolución y, en la cima, a ambos lados de El Libertador, otros dos rostros femeninos encarnan la victoria y la paz. No es mera abstracción artística: en la batalla real, muchas soldados pelearon, mataron y murieron vestidas como hombres.

Un relieve recrea la respuesta de Pedro Camejo —«Negro Primero»— al general Páez, cuando el primero cabalgaba de regreso y el jefe le recrimina: «¿Por qué huyes, cobarde?». Entonces respondió la sangre: «No huyo, General. Vengo a decirle adiós, porque estoy muerto».  

Benditos los monumentos que marcan tales hazañas. El mismo Páez vio de cerca la muerte: como otras veces, el fiero guerrero sufrió un ataque de epilepsia que le dejó sin conocimiento entre enemigos. Solo lo salvó el pundonor del adversario que lo devolvió a las filas patriotas.

Tal vez la monarquía española no encuentre mayor respeto en la memoria de un país que le ha vencido: a igual altura de representaciones, dos cóndores simbolizan los poderes de Caracas y Madrid, alegorías del viejo imperio colonial y de la naciente república americana, más avanzada en proyección que el arcaico poder que la había sometido.

Flanqueado por el genio y la gloria, simbolizados en mujeres, y por sus oficiales, Bolívar apunta al futuro mientras dos ángeles —¿inconformes con la velocidad de sus alas?— llevan a galope la buena nueva de la independencia.

El altar recrea el choque de fusiles, lanzas, bayonetas, cañones, hombres y hasta ángeles que escriben, con pulso firme en medio del fragor, una línea esencial de la historia americana. Los murales explican, por cuartos, aquella infinita hora continental, y si el visitante aguza el oído escuchará cómo pasa, entre los violentos ruidos de la batalla, el formidable tren de la historia americana.

Otros símbolos honran el lugar. Allí estuvo con Chávez, el 29 de octubre de 2000, el Comandante Fidel. Juntos hicieron un recordado programa Aló, presidente, colocaron una ofrenda en la tumba al soldado desconocido y luego, frente a una maqueta, debatieron detalles del gran combate.  

Al volante de un jeep del Ejército, Chávez condujo a su padre cubano por las colinas y monolitos del escenario, pero la sed de saber de Fidel —que se metió «en campaña» al mando de Bolívar— no cesaba. El Comandante de Cuba llegó a preguntarle a un joven guía venezolano qué desayunaron aquella mañana en el Ejército patriota, cuántos hombres eran, cómo se comunicaban…

La leyenda persigue los pasos de los grandes. Dicen que, en la pasión del diálogo, el jefe del Moncada llegó a preguntar por la velocidad de los caballos y que ahí, cariñoso, Chávez tuvo que rescatar al aturdido recluta venezolano: «¡Fidel… afloja!».

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