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Jeques en jaque

La rebelión en Bahrein y la posible caída del rey Al Khalifa avivan el nerviosismo de otras monarquías en el Golfo Pérsico, por lo que estas apuestan a todo para evitar que se riegue la candela. ¿Y Estados Unidos tan distanciado del asunto como dice?

Autor:

Jorge L. Rodríguez González

Los palacios deben estar bastante agitados, y por sus pasillos debe respirarse el temor y nerviosismo de sus monarcas, que en los últimos días ven peligrar el trono. Las revueltas iniciadas en África del Norte han saltado como una epidemia contagiosa a Estados del Medio Oriente, y el Golfo Pérsico comienza a calentarse.

Donde más intensa arde la candela es en Bahrein, y el rey Jamad bin Isa Al Khalifa, desesperado porque ninguna de sus jugadas —cambios ministeriales, la promesa de reembolsar el 25 por ciento de los créditos inmobiliarios a 30 000 hogares, y la propuesta de diálogo— logra calmar los ánimos rebeldes de la población, solicitó la intervención de efectivos y armamento extranjeros para imponer la tranquilidad por la fuerza. Pero en la más pequeña de las naciones del Golfo, la revuelta no entiende de obstáculos; al contrario, esta ha ganado tanto en intensidad que el rey decretó un estado de emergencia de tres meses.

Muchos observan preocupados los acontecimientos. Otros han ido más lejos. Mil soldados sauditas, 500 policías de los Emiratos Árabes Unidos y vehículos militares se encuentran desplegados en ese archipiélago en respuesta a la petición de Manama, la capital de Bahrein.

Los reyes del Golfo, principalmente Abdullah, de Arabia Saudita, temen por la caída de Al Khalifa. Si la revuelta en Bahrein se corona triunfante, como mismo sucedió en Egipto y Túnez, sería incentivo suficiente para que las poblaciones de otros reinos (Kuwait, Emiratos Árabes Unidos, Omán y la misma casa de Al Saud) se envalentonen mucho más y den jaque mate a sus monarcas. Por ello intentan apuntalar por todos los medios a su vecino, aunque la voz cantante en esa cuadrilla la lleva Riad.

La población de Bahrein, pequeño pero rico reino del Golfo Pérsico, está compuesta mayoritariamente por chiitas (70 por ciento), tal y como sucede en Irán; sin embargo, la familia que ocupa el Gobierno es sunnita (dinastía de 200 años) y mantiene marginada a esa otra gran parte de los ciudadanos en cuanto a empleo, vivienda, gobierno (salvo algunas carteras en el gabinete que ni pintan ni dan color). Las cúpulas militares son sunnitas y la policía prefiere hombres extranjeros antes que chiitas. El Gobierno ha llegado al extremo de nacionalizar a trabajadores extranjeros sunnitas para aumentar la base política de la élite dominante.

Es muy difícil que con este panorama de discriminación, lo tribal no esté atravesando el conflicto, aun cuando en la Plaza de La Perla —recientemente demolida— se grite «Ni chiitas ni sunnitas, somos bahreiníes», y por consiguiente la proyección de la oposición no incluya, o al menos hasta el momento no lo han explicitado, levantar un Estado de dominio chiita si Al Khalifa resultara derrocado.

Principalmente los sauditas temen que las protestas de Manama salten a la zona oriental de su reino (la más rica en petróleo en el país mayor productor de crudo del mundo), donde reside una minoría de esa etnia en torno a Dhahran y a otras ciudades cercanas a la frontera con Kuwait.

A Bahrein y la tierra de Al Saud solo los separa una carretera elevada, Rey Fahd, de 25 kilómetros, por la que es frecuente el tráfico de personas y mercancías.

El deseo de Al Saud y otros monarcas sunnitas de acabar con el potencial peligro que representan las manifestaciones en Bahrein, quedó en evidencia cuando la semana pasada los ministros de Relaciones Exteriores del Consejo de Cooperación del Golfo (CCG) acordaron en Riad un paquete de 10 000 millones de dólares para sus eslabones más débiles, Bahrein y Omán —los otros miembros son Arabia Saudita, Emiratos Árabes Unidos, Kuwait y Qatar—, para invertirlos en la mejoría de infraestructura y la construcción de viviendas. Y aunque en esa ocasión no trascendió nada relacionado con una ayuda militar, es muy probable que también se haya evaluado la posibilidad de intervenir con tropas si lo estimaban necesario, pues Arabia Saudita, con el mayor peso e influencia en el CCG, ya había alertado a Al Khalifa que si no aplastaba la rebelión, sus fuerzas lo harían. Pocos días después los efectivos sauditas y de los Emiratos Árabes Unidos, con el visto bueno del CCG, cruzaban el puente Rey Fahd. Y se dice que en tan solo media hora estaban atrincherados en Manama, justo en la Plaza de La Perla, la Tahrir bahreiní. Ese fue también un mensaje de la Casa Al Saud a sus súbditos.

Ya entonces, en Arabia Saudita las fuerzas de seguridad habían disparado a manifestantes chiitas en la ciudad de Qatif que exigían la libertad de presos políticos, y se había dado alguna que otra protesta por mejoras económicas, principalmente en puntos petroleros. Muchos de los protagonistas de estas revueltas pertenecen a la abrumadora juventud, un 40 por ciento de la cual sufre desempleo (las mujeres sufren mayores restricciones), una cifra escandalosa en contradicción con los nueve millones de extranjeros contratados.

Tampoco esta conservadora monarquía se anduvo con regodeos para advertir que usaría la fuerza para socavar cualquier protesta.

Además de la represión a los opositores, existen otros ingredientes en las monarquías locales lo suficientemente inflamables como para detonar las oleadas de descontento social: ausencia de libertades políticas, el rimbombante enriquecimiento de unas pequeñas élites políticas con fuertes lazos familiares y religiosos a costa del petróleo, una corrupción insaciable…

Solo hace falta una corriente de aire favorable, y esa viene de África del Norte (Egipto y Túnez), y ahora un poco más cerca, de Bahrein, donde los últimos pasos del Al Khalifa demuestran que el rey (y sus aliados, no solo del Golfo, también Europa y Estados Unidos) la tienen bien difícil.

Sobre las apariencias y sus lecturas

¿Sabía Estados Unidos que Arabia Saudita enviaría una caballería de mil hombres a Bahrein, acompañados de 500 policías de los Emiratos Árabes Unidos, acción calificada por la oposición como una intervención extranjera? Esa es la pregunta que saltó al aire en cuanto se conoció el hecho. También fue la primera duda que Washington trató de desterrar en los medios de comunicación, cuando negó sus vínculos con esa decisión, y hasta la mismísima secretaria de Estado, Hillary Clinton, juzgó muy cautelosamente a los socios del Golfo, cuando apuntó que «iban por mal camino» al enviar tropas a Manama.

En Bahrein ha habido mucha represión, hasta muertos, y el pronunciamiento de EE.UU., que criticó fuertemente a Ben Ali (Túnez), Hosni Mubarak (Egipto) y ha apostado todo por satanizar al líder libio Muammar al Gaddafi y derrocar su Gobierno, no ha pasado de un tibio llamado a «la moderación». Por supuesto, tampoco ha pedido el repliegue de las fuerzas extranjeras.

Algo dijo. ¡Algo tenía que decir! De lo contrario, ¿cómo mantener la credibilidad con la boca cerrada, cuando respecto a Libia han armado tremenda algarabía, ofrecen apoyo a la oposición y llevan a cabo una acción militar junto a sus aliados, después del espaldarazo del Consejo de Seguridad de la ONU?

El almirante estadounidense Mike Mullen, presidente de la Junta de Jefes de Estado Mayor (quien a finales de febrero se reunió con el Rey Hamad y con el príncipe heredero Salman, el comandante en jefe de las fuerzas armadas bahreiníes), reafirmó los compromisos militares con la fuerzas de Manama, y agradeció a las autoridades de ese país árabe «por la forma tan mesurada en que habían estado manejando la crisis». Y mientras decía esto, los palos llovían en La Perla. Ya había una lista de muertos.

Para Washington no solo es muy importante la estabilidad en ese archipiélago del Golfo, sino la continuidad de una alianza que asegure la permanencia de su V Flota de marines, cuya ubicación allí constituye pieza clave en la estrategia contra Irán o para cualquier movimiento en el Golfo. No quiere decir que un nuevo Gobierno en Bahrein sería antinorteamericano, pero hay riesgos que la Casa Blanca no quiere correr.

Tampoco es casual que la invasión haya cruzado la carretera elevada de Rey Fahd poco después de que el secretario norteamericano de Defensa, Robert Gates, estuviera en Bahrein. El mismo Al Khalifa ha dicho que las tropas extranjeras permanecen en su país respondiendo a un pedido personal para acabar con las protestas. Después de todo, no es probable que Gates haya visitado el archipiélago para hablar con el monarca —siempre tan incondicional— sobre el aplazado Gran Premio de Fórmula 1.

Incluso hay lecturas muy ricas e interesantes. El politólogo libanés As’ad AbuKhalil comentó en la web Angry Arab: «EE.UU. tuvo que urdir la represión en Bahrein para apaciguar a los tiranos de Arabia Saudita y otros países árabes, furiosos con Obama por no haber defendido a Mubarak hasta el final».

También sería iluso pensar que Arabia Saudita no haya comentado a Washington sus intenciones, hechas públicas varios días antes y sin que la Casa Blanca haya dicho ni pío. Estamos hablando de dos fuertes socios, tanto en lo militar como en lo económico. Riad es uno de los mayores compradores de armas estadounidenses, y junto a Omán apoyó a George H. Bush en la Guerra del Golfo de 1991 y luego al otro Bush (hijo) en las cruzadas contra Afganistán e Iraq.

Además, la supuesta desvinculación de Washington con ese despliegue del CCG se inserta muy bien en la estrategia que actualmente está siguiendo junto a sus aliados con respecto a estos conflictos: «zafarnos y que el trabajo sucio lo hagan otros, aunque nosotros controlamos».

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