Tendría entonces unos diez u 11 años, con la consiguiente mezcla de candidez y picardía típicas de la edad, pero desconocía por completo los matices más vehementes del deporte: entonces era solo un juego, un entretenimiento cuya única finalidad consistía en corretear y atentar contra la tranquilidad de los vecinos.
Cada tarde, cuando el sol castigaba menos, situábamos aquellos pedruscos escondidos específicamente para cumplir con su función de porterías. Y con cualquier pelota, la mejor de las esféricas compradas por familiares o algún balón de baloncesto descocido, iniciábamos las reñidas y nunca irrelevantes ligas del barrio.
Patadas iban y patadas venían. De vez en cuando, en esos instantes pasajeros en que la euforia nos permitía medir la intencionalidad de aquellos golpes, aparecía también algún que otro rifirrafe fugaz, un careo, algún «nombrete», la bulla que molestaba al vecindario…
Sin embargo, aquella tarde tenía yo la premonición de que algo raro sucedería. Pero algo raro de verdad y no las constantes muestras de poco talento que derrochábamos día tras día antes de que el sol decidiera finiquitar la poca claridad de nuestro pedazo de calle.
Podía olerse el futuro inmediato entre los goles constantes que caían a la izquierda y también a la derecha, entre los equipos que entraban y salían a la «cancha» de asfalto, prestos a que nadie los sacara más de allí, del sagrado terreno, e incluso entre las protestas continuas porque aquella pelota que pasó por el medio de las dos piedras no lo había hecho de manera rasa, requisito indispensable para validar la diana.
Y los presentimientos fueron ciertos cuando vi a Marcelo, el rubio enjuto de la esquina, sentado en el muro contiguo a la portería de turno en la que acababa de marcar un gol. Apretaba con rabia y pudor las manos contra su rostro, rojo de cólera. ¿Cómo diablos puede alguien hundirse cuando acaba de pegarle a la pelota con semejante precisión, en ese hermoso movimiento con la pierna zurda (la mala), de manera tan potente, certera, infalible?
Extrañaba más por tratarse de él, tan poco agraciado en el arte de dominar la esférica, tan enemistado siempre con el gol, tan, tan, tan Marcelo… que sí, que Marcelo era malísimo, por decirlo en buen cubano y sin edulcorar que para el fútbol tenía un escasísimo talento. Su nombre hubiera bastado para calificar el disparo de turno como una gesta.
Pero allí seguía el rubio noble que amaba el fútbol y que parecía que el fútbol no le era recíproco con sus constantes rechazos traducidos en acciones fracasadas. Nadie lo hubiera comprendido de llegar en ese instante: el gol, su mejor gol, había sido en propia puerta.