Cuando uno camina por Remedios, no solo recorre un casco histórico, sino un corazón que late despacito. Autor: Cubadebate Publicado: 23/06/2025 | 10:12 pm
Las ciudades antiguas no envejecen: se transfiguran. Cambian de ropaje, se despintan por fuera y se iluminan por dentro. Y San Juan de los Remedios —esa joya escondida entre el mar y los cañaverales— es una de esas almas viejas que han aprendido a vivir en el tiempo sin dejar de ser eternas.
Este 24 de junio, Remedios celebra su cumpleaños 510. Pero en realidad, cada día que amanece en sus portales coloniales, cada campanazo que irrumpe desde la Iglesia Mayor San Juan Bautista, cada niño que corre por el parque Martí, es una reafirmación del milagro que significa estar viva.
La ciudad nació, según unos, en 1513; según otros, en 1514; pero eligió 1515 como su verdad oficial. ¿Y qué importa el número exacto cuando hay una certeza más honda? La certeza de haber sido. De haber resistido piratas, demonios, silencios. De haber crecido entre la bruma de los siglos sin perder nunca el alma.
Cuando uno camina por Remedios, no solo recorre un casco histórico declarado Monumento Nacional en 1980: recorre un corazón que late despacito. Las puertas aún conservan aldabas de bronce que parecen invocar otra época, cuando el golpe del llamador era un saludo sonoro, un código de clase, un poema metálico.
No por gusto le llaman la «Ciudad de las Aldabas», y la «Ciudad de las Leyendas». Aquí, las historias no se cuentan, se respiran. ¿Quién no ha oído hablar del Güije de la Poza de la Bajada, que canta su risa aguda al borde del río? ¿O de la Cabeza de Patricio, que rueda por la loma como un lamento oscuro? ¿O de la mujer que llora por las noches en la calle La Mar?
En Remedios, la leyenda es una forma de la memoria. Y el pasado no está en los libros, está en las esquinas.
Se enciende cuando el mundo duerme
Si hay un momento del año en que la villa se convierte en universo, es durante las Parrandas. Lo que empezó como una estrategia piadosa del padre Francisco Vigil de Quiñones —hacer ruido para que los fieles asistieran a las misas de gallo— terminó
siendo una de las celebraciones populares más impactantes del Caribe.
Cada diciembre, los barrios de El Carmen y San Salvador se transforman en ejércitos pacíficos de belleza, rivalidad y tradición. Las carrozas emergen como castillos rodantes, los fuegos artificiales desgarran el cielo con alegría, y el pueblo todo se convierte en un solo cuerpo danzante.
Esa noche, la ciudad respira al ritmo de una polka. Vibra como si le dieran cuerda desde el corazón. Los balcones tiemblan de emoción, los ojos se humedecen sin saber por qué, y hasta los forasteros entienden —sin traducción— lo que significa ser remediano.
No en vano la Unesco reconoció esta celebración como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad. Porque no es solo una fiesta: es un rito de pertenencia. Una misa pagana donde se venera la memoria, el ingenio, la osadía estética, el trabajo colectivo. En cada chispa de pólvora hay siglos de esfuerzo y amor.
Pero Remedios no solo vive de su diciembre estelar. También tiene su junio sanjuanero, cuando los siete Juanes salen, según la leyenda, en busca del diablillo travieso, que siempre escapa. Entonces el pueblo se llena de campanas, misticismo y sonrisas que saben de misterio.
Y entre celebración y celebración, Remedios también es cotidianeidad. Es la Parroquial Mayor con sus 13 altares recubiertos en oro, ocultos alguna vez bajo pintura para burlar a los piratas. Es el Museo de las Parrandas, donde cada carroza tiene una historia. Es la Casa Museo de Alejandro García Caturla, el genio que fusionó sinfonía y afrocubanía, como un eco adelantado del mestizaje musical que nos define.
También es el Parque Martí donde los enamorados se citan a la sombra de los flamboyanes y las palabras viejas encuentran nueva ternura. Es la gente que sale a barrer el portal sin esperar visita, porque así se honra la ciudad. Es la risa que se escapa por las ventanas abiertas.
Un futuro con sabor a raíz
A veces se dice que Remedios vive de su pasado. Pero es un error. Remedios vive con su pasado. Lo carga como a un hijo: con orgullo, con responsabilidad, con ternura. Porque esta villa no es un museo, es un ser vivo.
A pocos kilómetros de los cayos del norte, a la vera del mar, con sus campos de caña y sus horizontes verdes, Remedios se alza como un punto de anclaje en un mundo que a veces se mueve demasiado rápido. Aquí las cosas ocurren a otro ritmo. El tiempo tiene sabor a mango, a guarapo, a pan con minuta.
Y, sin embargo, no es una ciudad detenida. Al contrario. Se renueva desde adentro. Se restauran casas, se revitalizan obras sociales, se promueven rutas culturales, se trabaja por el turismo sostenible, se digitalizan documentos históricos, se forman jóvenes que aman sus raíces. Porque si algo tiene esta villa, es gente que no se rinde.
De aquí han salido nombres que enorgullecen a Cuba entera. Zaida del Río y su universo pictórico, tan vegetal como onírico. Dani Hernández, primer bailarín del Ballet Nacional de Cuba, que nunca ha olvidado su tierra. Luis Manuel Pérez Boitel, poeta de silencios hondos y premios bien merecidos. Ellos son solo la punta visible de un iceberg de talento.
Y es que en Remedios hay algo que no se puede imitar: la autenticidad. Lo que aquí se hace, se hace desde el alma. No se trata de parecer, sino de ser. Y eso se nota. Se siente en la música de la banda municipal, en la entonación de quien cuenta un mito, en el orgullo con que un niño recita la historia de su ciudad.
A veces, Remedios parece estar hecha de tiempo detenido, como si cada esquina fuera un pliegue de la historia que se rehúsa a desvanecerse. Y, sin embargo, basta detenerse un momento —quizá en la sombra tibia del portal de una casa, o en el banco de piedra donde reposa la memoria de generaciones— para descubrir que debajo de esa aparente quietud, hierve la vida. Hay una energía callada en sus calles, una fuerza que emana de sus habitantes, de los jóvenes que sueñan con quedarse y construir sin renunciar.
El remediano no necesita demasiadas palabras para explicar su vínculo con la villa. Le basta decir «mi tierra» y la frase se llena de significados: orgullo, pertenencia, identidad. Aquí nadie olvida dónde nació ni de qué está hecho el suelo que pisa. Porque Remedios no se lleva en el bolsillo, se lleva en el pecho. Y en ese amor cotidiano —hecho de actos sencillos como arreglar una verja, tocar una guitarra, narrar una leyenda o bordar una bandera para la próxima parranda— está la clave de su permanencia.
Hoy, a 510 años de su fundación, San Juan de los Remedios no pide más que seguir siendo. No necesita maquillajes. Le basta con su luz. Con su historia escrita en adoquines. Con su gente que mira al futuro sin perder la raíz.
Porque si algo ha aprendido esta villa, es que la eternidad no está en los grandes edificios ni en los libros de historia. La eternidad está en lo que no se olvida. Y nadie olvida a Remedios.