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Rosa del tiempo

Algunos confundieron las lentejuelas del escenario con las luces de la artista. ¡Pobres extravíos, pobres extraviados! No entendieron que su glamur auténtico, que su entrega infinita, eran su bandera

Autor:

Reinaldo Cedeño Pineda

El sol. El sol va conmigo, el sol me persigue. Había decidido andar por toda la Avenida, hasta el Zoológico, el de los venaditos de Rita Longa. Caminar me sosiega. Por allí vivía entonces Rosita Fornés. Llevaba conmigo el nombre de un amigo que sería mi «ábrete sésamo».

El admirador quedó en el ascensor, lo dejé en el umbral. No sería esta una entrevista complaciente, quería escarbar. ¿Qué habría después de tantos aplausos? ¿Quién era ella detrás de la leyenda?

Cuando mencioné el término vedette, el inevitable, sobrevino la historia de los comienzos. Desfilaron nombres, teatros, anécdotas. Sus ojos adelantaron lo que su voz me dijo al final: «Lo que quisiera es que no me recordaran por una imagen estereotipada, por banalidades, o por la palabra vedette; sino como una artista que lo dio todo, con el talento que pude tener. Y siempre con mucha verdad.

«Yo nunca subestimé a nadie, le di a todo lo que hice la importancia que tiene. Eso sí, nunca sucumbí a modas o a vulgaridades. Nunca quise comerciar con mi arte, y actué sobre todo por el placer de hacerlo. Yo nunca me tarifé».

Algunos confundieron las lentejuelas del escenario con las luces de la artista. ¡Pobres extravíos, pobres extraviados! No entendieron que su glamur auténtico, que su entrega infinita, eran su bandera.

Trabajó mucho. Su bondad le hizo asumir compromisos más como un tributo a la amistad que como un deseo expreso. La artista, una de las más completas que ha pasado jamás por la escena cubana, no cabía fuera de su humanidad.

No vengo aquí a relacionar sus premios, son sabidos. Ella fue quien nos premió con su fidelidad a toda prueba. Nació en Nueva York, fue reconocida como mejor Vedette de América en México, fue reclamada en España; pero aquí estuvo siempre y aquí volvió para la eternidad. A su Isla, a su gente.

Sé que me arriesgo, que me arriesgo mucho. De todo cuanto hizo, escojo su interpretación del tema El Comediante. Concurso Adolfo Guzmán 1984. ¡Dichosas convocatorias aquellas! Puso lo suyo en el estribillo que daba ánimos al artista en su recta final. Vestida de smoking. Se aparta un poco, la luz la sigue, gira la mano en el aire. «Ánimo, de nuevo saldrás», canta. —Ánimo, no morirás nunca».

Ella tuvo un rapto de improvisación. Ella sabía lo que decía.

Cuando me recibió en su propia casa, eran de esos momentos en que vendía maní para sobrevivir. La entrevista la acogió el suplemento Ámbito de Holguín, aún no me canso de agradecerles. Atrevidamente, le había enviado la versión del diálogo de vuelta.

La dama tomó la pluma, apuntó. Pudo hacer una nota de agradecimiento, escueta, al uso de muchos famosos. Pudo escudarse en el tiempo, pudo no contestar jamás; pero Rosalía Palet Bonavia era de otra estirpe.

Ella era nuestro contacto con otra dimensión.

Dobló el papel de seda en un sobre, estampó un modesto sello de 15 centavos y lo hizo llegar hasta estas lomas santiagueras. «Me gustó el ritmo que le ha dado a nuestro diálogo (…) Sobre todo se ve que lo hizo con mucho cariño», escribió. Lo leí sin moverme de la puerta. Volví a leerlo entrando a mi cuarto. Vuelvo a leerlo siempre.

Ahora, con un poco de camino andado, cuando he podido asomarme a tanta pose impostada, a tanta escena ligera, a tantos cuyo bolsillo es la brújula, comprendo el premio que la vida me reservó. Me puso delante a un ser humano entero, a una dama que colmada de halagos, tomó un papel para agradecer de su puño y letra a un periodista desconocido que tocaba a su puerta. La grandeza no necesita reflectores, siempre se aparece con la mayor sencillez.

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