Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Sonetos

Autor:

Reinaldo Cedeño Pineda

No están de moda, tal como alguna vez dijera Amaury Pérez Vidal de los inteligentes. No están de moda. O tal vez sea que los goznes se han vuelto herrumbrosos, que el siglo anda muy rápido para la disciplina, que la camisa de fuerza ya no encuentra pecho.

¿Será que los cuartetos y tercetos se lanzaron tanto tiempo, como hierro candente, sobre la garganta del poeta… que estos han decidido darse la libertad definitivamente? ¿Será que los antiguos retos han perdido sus míticos conjuros? ¿Será que ya «Violante» no pone «en tal aprieto»”?

Estos octubres de himnos y campanazos, de clarines y versos, me traen a la memoria los sonetos. Ellos siguen hablándonos más allá de la rima, más allá de los tiempos. Echan luz sobre la épica o alumbran los rincones íntimos, sedientos.

Plácido, al que solo la poesía le fue fiel hasta la muerte, fusilado por la rabia colonial, había hecho un juramento inequívoco: «Ser enemigo eterno del tirano,/Manchar, si me es posible, mis vestidos (…) Y morir a las manos de un verdugo,/Si es necesario, por romper el yugo».

Un Martí adolescente asume como suyos los sucesos de Yara y escribe el soneto ¡10 de Octubre! en el periódico manuscrito El Siboney. Sus últimos tercetos: «Gracias a Dios que ¡al fin con entereza/ Rompe Cuba el dogal que la oprimía/ Y altiva y libre yergue su cabeza!».

Carlos Manuel de Céspedes y del Castillo, el patriota, también era poeta. Creció en el camino de las letras, en el conocimiento de varios idiomas, en la práctica de la abogacía. Aunque el tema del tiempo en la lírica es universal, aunque la inspiración gongorina le antecede, el soneto Al Cauto que escribe el Padre de la Patria nada tiene que envidiarle a ningún otro:

«Naces, ¡oh, Cauto!, en empinadas lomas;/ bello, desciendes por el valle ufano;/ saltas y bulles, juguetón, lozano,/peinando lirios y regando aromas (…) Así es el hombre. Entre caricias nace;/ risueño, el mundo al goce le convida;/todo es amor, y movimiento y vida./Mas el tiempo sus ímpetus deshace,/ Y, grave, serio, silencioso, umbrío,/ baja y se esconde en el sepulcro frío».

El siglo XX trajo la voz profunda, la fugaz vida de Rubén Martínez Villena. La metáfora rota por la tisis. En sus Páginas vueltas, Nicolás Guillén apunta sobre él: «gustaba de los consonantes inusitados, para vencerlos; pasaba días en buscar la voz precisa, esa y no otra (…). Es con Martí con quien él tiene mayor parentesco, por su desgarradora pasión cubana y su ambición universal».

¿Será posible ignorar la visualidad intensa, la sensualidad en éxtasis, de los versos de Villena? Recordémoslo, desde los primeros cuartetos: «Te vi de pie, desnuda y orgullosa/ y bebiendo en tus labios el aliento,/ quise turbar con infantil intento/ tu inexorable majestad de diosa.// Me prosternó a tus plantas el desvío/ y entre tus piernas de marmórea piedra,/ entretejí con besos una hiedra/ que fue subiendo al capitel sombrío».

El mismísimo Guillén nos entregó una filigrana, una exquisitez de ternura poética en su Ejercicio de piano con amapola de siete a nueve de la mañana. Me parece ver al Orfeón Santiago y al mítico Electo Silva dibujándolo, cantándolo en el aire: «Cuando el cielo en verano se tornasola/ y ni una nube vaga de cruel blancura,/ y el hastío te invade como una impura/ serpiente que te aprieta y asfixia y viola,// búscate una muchacha que toque viola, (…) y quémala tú mismo con amapola (…)».

¡Ay, Carilda, Carilda Oliver Labra! No habría poesía cubana sin su donaire, sin su osadía. Ella, que tuvo toda la patria sobre su tumba, como quería, se confesó: «Rómpanme los vestidos, quítenme la locura,/ pulan con ese látigo mi sitio de estar sola (…) no temo a los tiranos ni al cáncer ni a la ola (…). Mi corazón no tiene gravámenes ni dueño./ Nunca podrán quitarme el ala con que sueño».

Estos octubres de vítores y versos, de himnos y campanazos, me traen estos sonetos. Tercos ellos, alados, aunque el siglo ande rápido, aunque no estén de moda.

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