Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Para que la oveja no se coma la flor

Con permiso, Saint-Exupéry…

Autor:

Mario Barros

Calle arriba lo veo venir. Al principio no le doy mucha importancia, pero luego me doy cuenta de que viene corriendo, casi nadando dentro del aguacero. Lleva la ancha capa, las botas y el sable con que nació de la pluma de su autor. La maraña rubia de su cabeza chorrea nuevos chubascos a cada paso por entre los charcos. Parece que ha corrido durante largo rato, a juzgar por el tinte del cansancio que le aflora en el rostro. Pero la mirada brilla intensamente, como si apenas comenzara. Y la respiración se le siente milagrosamente acompasada, como si la acción de correr fuera únicamente la respuesta a un oculto mecanismo interno que lo impulsara.

«¿A dónde irá?», pregunto. Alguien me responde: «No se sabe. Desde que se escapó del libro le ha dado por correr. Hay que dejarlo, puede ser peligroso». Pero mi curiosidad le retuerce el cuello a la prudencia y en unos segundos me aparejo al pequeño bajo las saetas de la lluvia. «¿A dónde vas?», le grito. Sin detenerse, sin apenas desviar la mirada del horizonte, el niño me responde: «A destrozar tabúes con pico de colibrí. A polvorear con tachuelas los blandos almohadones del acomodamiento. A castrar las hienas de la desidia. A ensartar la burocracia en el lomo de un puercoespín. A cortarle los tentáculos al oportunismo. A inhumar dogmas. A roerles las vísceras al no hay y el no se puede. A talar el obelisco de la autocensura. A flagelar la indisciplina con ramas de baobab. A desnucar el amiguismo. A cercenar la cabeza hueca de la autosuficiencia. A sembrar flores, miles de flores que las ovejas no se coman».

Lo miro asombrado y me quedo sin entender durante unos instantes. Pero no sé de dónde saco fuerzas para mantenerme inmediatamente detrás del pequeño príncipe, con un paso recio y veloz que la pendiente no detiene. Y la lluvia me azota la cara y el pecho se me empapa, mientras desde la acera algunos se divierten con el espectáculo de los locos que corren bajo la tormenta. Y no sé en qué momento alguien me grita al oído y me oigo repetir las frases que se me han quedado sembradas en la mente. Y siento los pasos de ese alguien que corre junto a mí. Y luego de un rato me viro por un momento y diviso toda la multitud que también corre calle arriba. Y las caras les brillan por la lluvia. Y veo el sol asomar tras una nube que, curiosamente, va perdiendo poco a poco su forma de oveja.

 
Mario Barros, dedeté 1989

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