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Paul Auster se queda en la historia de la pantalla grande

El gran guardián del universo literario de Brooklyn y de la generación heredera de Faulkner, falleció el pasado 30 de abril en la ciudad de Nueva York. Auster fue un novelista prolífico, escritor de memorias y guionista cuya fama se disparó en la década de los 80 con su reinvención posmoderna de la novela negra, por lo cual fue descrito a menudo por los medios como una «superestrella literaria»

Autor:

Beliza Ramos Fernández

El pasado 30 de abril lamentamos la noticia del fallecimiento del gran guardián del universo literario de Brooklyn y de la generación heredera de Faulkner, Paul Auster. El escritor estadounidense murió en Nueva York, a los 77 años, como consecuencia del cáncer de pulmón que padecía, cuyo diagnóstico había anunciado públicamente un año atrás su esposa, la también escritora Siri Hustvedt.

A pocos meses de publicar Baumgartner, nos deja lo que podría ser un testamento literario al repasar en esta novela cinco décadas de creación. Poseedor de varios reconocimientos internacionales, tanto en la literatura como en el cine, el autor de la aclamada Trilogía de Nueva York recibió numerosos premios, entre ellos el Príncipe de Asturias en 2006. Pero fue, sobre todo, el reconocimiento de la crítica el que forjó su carácter de gigante de las letras, cuando el suplemento literario del británico Times lo calificó como «uno de los escritores estadounidenses con una inventiva más espectacular».

Auster fue un novelista prolífico, escritor de memorias y guionista cuya fama se disparó en la década de los 80 con su reinvención posmoderna de la novela negra, por lo cual fue descrito a menudo por los medios como una «superestrella literaria». Influenciado por los ritmos de su ciudad adoptiva, a medida que crecía su reputación permanecía fiel sobre todo a Brooklyn, donde se instaló en 1980 entre las calles bordeadas de robles de las tradicionales casas de piedra rojiza que constituyen la tipología de la zona de Park Slope. «Paul Auster era el novelista de Brooklyn en los años 80 y 90, cuando yo crecía allí, en una época en la que muy pocos escritores famosos vivían en el barrio», declaró al diario The New York Times la escritora y poeta Meghan O’Rourke, criada en un barrio cercano al de Auster.

Su carrera despuntó en 1982, con sus memorias La invención de la soledad, una inquietante reflexión sobre su distante relación con su padre. Su primera novela, Ciudad de cristal, fue rechazada por 17 editoriales antes de ser publicada por un pequeño sello californiano en 1985. El libro se convirtió en la primera entrega de su obra más célebre, Trilogía de Nueva York, que luego fueron reunidas en un solo volumen y fue considerada una de las 25 novelas neoyorquinas más significativas de los últimos 100 años según un suplemento de estilo de The New York Times.

Relación satisfactoria

Desde muy joven Auster se interesó por el mundo cinematográfico, por lo cual se relacionó con el formato y escribía guiones —en principio a través de las películas mudas— y en sus novelas eran frecuentes las referencias cinematográficas a películas de Yasuhirō Ozu, de Vittorio de Sica o de Sayajit Ray. Además, desde sus inicios homenajeó la novela y el cine negro en su primera novela, Jugada de presión (1982), en la cual desde su particular perspectiva intentó renovar las bases estilísticas de ese tipo de relatos. Sin embargo, la primera vez que se adaptó una novela suya al cine fue en 1993, en pleno apogeo de su éxito como autor de prestigio. Se trataba de La música del azar, dirigida por Philip Haas y protagonizada por James Spader.

Fue precisamente con el guion de Smoke ―a partir de su relato El cuento de Navidad de Auggie Wren― que la figura de Auster pasó a primer término en cuestiones cinematográficas, pues se trataba de una producción independiente, pero que logró alcanzar una enorme resonancia, hasta el punto de conquistar el Premio Especial del Jurado en el Festival de Berlín en 1995. El filme nos muestra una incisiva delimitación de un grupo de personajes aparentemente corrientes, cuyos dramas cotidianos se entrecruzan en un estanco de Brooklyn entre el otoño y la Navidad de 1990.

Auggie Wren (Harvey Keitel), el estanquero, asume su papel como gran confidente del resto de personajes que se nos van presentando específicamente. La historia de cómo consiguió su cámara fotográfica y de por qué decidió elaborar su proyecto de colección de fotografías —el mismo encuadre durante años— le dará finalmente un argumento a Paul (William Hurt), prestigioso novelista que se encuentra estancado en una crisis creativa.

Paul, a su vez, ayudará a Rashid (Harold Perrineaud Jr.), un adolescente negro que no deja de meterse en problemas y se aventura a la búsqueda de su padre, el cual no ve desde hace muchos años. Este resulta ser Cyrus (Forest Whitaker), un modesto mecánico que intenta seguir el curso de su vida. Por otra parte, el círculo se va cerrando cuando estos contactos implican al propio Auggie, quien se ve presionado a asumir responsabilidades respecto a Ruby (Stockard Channing), una antigua novia con la que tuvo supuestamente una hija (Ashley Judd), y que ahora, ya adolescente, se encuentra en problemas.

En Smoke la realidad —a veces dolorosa—, las esperanzas, la tristeza, el humor —siempre inteligente y sarcástico—, el amor, la amistad, el sentido del trabajo y de la creación artística —alejado de materialismos—, la solidaridad y la comprensión tienen un valor real, se pueden palpar con las manos, y reflejan con autenticidad y profundidad los complejos y fascinantes recovecos del alma humana.

Harvey Keitel (izquierda) y William Hurt (derecha) en Smoke.

A diferencia del estilo estético predominante en la década del 90, Smoke contrapone la tiranía de los efectos, lo cual se hace necesario para poder sostener la ausencia de relato y una sólida construcción estética que se mantiene por las actuaciones y las historias que se cuentan. Pero cada una de esas narraciones está hecha, en principio, de personajes y no de situaciones, y también de la convicción permanente de que la vida es incompleta si no existe un acto de creación. El propio Paul Auster expresó: «No se trata únicamente de una referencia al tabaco. El significado es múltiple. Smoke evoca una sustancia que no se puede tocar. Es una metáfora con la que se intenta transmitir lo que puede pasar y ocurrir entre la gente».

La tienda de cigarros en Brooklyn es el núcleo central y emblemático del filme: un lugar ideal para fumar, contar historias o sencillamente perder el tiempo, en el que convergen los personajes. Y precisamente tiempo es todo lo que se reclama al espectador a través del guion: una pausa, un silencio. Tal vez podría llegarse a la reflexión de que «perdiendo tiempo» recuperamos nuestro verdadero tiempo.

Hay una escena que así lo pone en evidencia, y es cuando Auggie le muestra a Paul su colección de fotos de la esquina de la cigarrería que, desde hace años, día tras día, fotografía a la misma hora y desde el mismo lugar. Sin embargo, hay «leves y sutiles» diferencias entre ellas que inicialmente Paul no logra apreciar porque las mira de reojo al parecerle que todas son iguales. «Cada una es diferente de la otra. No verás nada si no lo haces despacio», le explica Auggie. Es entonces cuando Paul decide «perder el tiempo» y descubre entre esas fotos comunes y aparentemente iguales una que cobra especial dimensión, que lo hace vibrar de emoción y sensibilizarse. Así comprueba la sutileza esencial de toda fotografía: un simple instante queda grabado para siempre.

En la mayoría de las relaciones entre los personajes de la cinta hay un matiz relacionado con la paternidad, una relación desigual, pero donde la cuestión del poder se disuelve en la protección y el afecto. De ahí que el título no remita únicamente al tabaco, como señala Auster. Cuando se refiere a una sustancia que no podemos tocar, y en interconexión con la vida y sus circunstancias, intenta transmitir su visión de las relaciones humanas. Cuando los personajes del filme fuman se produce humo, el cual es una sustancia real, pero es leve y sutil, y no la podemos agarrar ni materializar, pero cambia de forma a cada instante. De igual modo, las situaciones que ocurren entre las personas son reales, pero tampoco se pueden tocar.

En ese hábito aparente de sacar fotografías diarias se puede llegar a sintetizar el amor por ese lugar, por las personas y la convicción de que las historias narradas surgen de la mirada, y que a esta hay que darle tiempo. Y precisamente tiempo es lo que se concede a los personajes de este filme para contar y escuchar sus historias.

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