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No tan pequeño…

Alguna vez ya hablé sobre el haikú, un volumen de pequeño formato dedicado a esa estrofa mínima, sintética y concisa de la literatura japonesa

Autor:

Luis Sexto

Alguna vez hablé en la radio sobre el haikú. Y hoy retorno al tema para comentar un bolsilibro, es decir, un volumen de pequeño formato dedicado a esa estrofa mínima, sintética y concisa de la literatura japonesa. Tanto la selección como la introducción pertenecen a Esteban Llorach Ramos. El sello editorial corresponde a Gente Nueva.

El lector encontrará haikús de 18 autores, cuyo tiempo vital oscila entre los siglos XV y XVIII. Fundamentalmente aparecen versos del poeta más conocido y reconocido en Japón, el maestro Matsuo Basho, nacido en 1644 y cuyo deceso ocurrió en 1694. Autores no japoneses suelen hoy apartarse del propósito de la clásica estrofa, y derivan hacia el epigrama.

El concepto tradicional de esa estrofa con tres versos de cinco, siete y cinco sílabas, implica una atmósfera peculiar: lo que ocurre en el ambiente, incluso dentro del poeta como reacción ante lo que ve y experimenta. Un haikú de Basho dice: «Tristeza en el corazón. /Cuando te oigo cucú, / mi soledad es más profunda». Este, también de Basho, manifiesta solo asombro: «¡Ah, el viejo estanque! /y el ruido que hace el agua/ cuando se hunde una rana».

Esteban Llorach advierte en su introducción que traducirlos al castellano implica en alguna página un acierto milagroso. Porque es casi imposible introducir en nuestro idioma —en dos versos de cinco y uno de siete sílabas— el texto de un haikú escrito en su lengua original.

A mi parecer, un poeta que tenga el castellano como idioma propio, podrá escribir una estrofa con versos de las medidas del haikú. Pero, repito, implicará, por momentos, un empeño casi prohibitivo el intentar traducirlo en versos tan breves. Veamos un ejemplo: «El ruiseñor/ —ya han crecido los retoños del bambú—/ se queja de estar viejo». El primer verso de esta traducción es de cinco sílabas. Mas, el segundo es un dodecasílabo, y el último, cuenta siete sílabas. Leeremos, pues, el sentido; casi nunca los versos.

Ya lo vemos: es una estrofa mínima, tan diminuta que parece un colibrí mágico de cuyo pico brotan sugerencias inteligentes, sobre todo invitaciones a observar y amar la vida que a nuestro alrededor nos llama.

 

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