Me llegó de Villa Clara un ejemplar de La vez que Borges conoció a Ilyá Prigogine, impreso por Sed de Belleza Ediciones. El autor, uno de los alumnos más interesados y sagaces entre los que se juntaban en mis clases de la Facultad de Periodismo.
Al remitirme su breve volumen, deduzco que Yandrey Lay acusaba una muestra de la obra que su exprofesor le auguraba cuando, al calificar sus textos, le advertía que debía guardarle lealtad a cuanto él prometía como periodista… O mejor: como «bateador de cualquier mano».
Con cada obra, Yandrey Lay (1984) renueva la lealtad a su talento y vocación. Aquel, sin esta, puede perderse en lo superficial; esta, sin aquel, se frustra. Por ello, ni el talento debe apostar por lo que no se siente llamado, ni la vocación seguir una señal que nunca llegará a descifrar del todo.
La vez que Borges conoció a Ilyá Prigogine compagina en unas 86 páginas seis ensayos sobre temas que le son cercanos a Yandrey: letras y escritores. Al leerlo he sentido que el hoy amigo y colega ha superado cualquier pronóstico durante sus años de estudiante. Impresiona, en particular, la cultura que manifiesta al acometer, por ejemplo, empeños tan borrascosos como demostrar si El nombre de la rosa, la novela afamada de Umberto Eco, es una «obra abierta o un pastiche». Se adentra también entre los que Yandrey califica de «escritores ermitaños», que parecen dominar «el arte de hacerse invisible entre una multitud», como reza la segunda parte del título. Y escribe sobre El día que él fue García Márquez; también sobre el desafiante norteamericano Gore Vidal, y sobre los vasos comunicantes del periodismo y la literatura.
Lo que me resta de espacio, lo dedico a la prosa de Yandrey Lay: discurre como por vía ancha y plana: es decir, corre sin que la carga pesada de cultura literaria le impida ser clara y original. Original, sobre todo, en lo dicho y en cómo está dicho. Desde los títulos nos va atrayendo… Ah, afortunado el profesor que puede elogiar a un exalumno que pasa por tu lado a millón, y aún se acuerda de ti.