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¿Todos los jóvenes son iguales?

Con la obra Todos los hombres son iguales, el dramaturgo Yunior García retoma su vocación por realizar un análisis crítico del entorno y la dinámica de los más jóvenes

 

Autor:

Osvaldo Cano

Durante la primera mitad de 2009 han arribado a la capital varios grupos, procedentes de distintas zonas de nuestra esbelta geografía. Aún cuando la confrontación entre el público habanero y los creadores del resto de las provincias no es todo lo nutrida y sistemática que debiera, lo cierto es que se aprecia un saludable interés por fomentarlo. Precisamente entre quienes han visitado la principal ciudad del país, se cuenta el colectivo holguinero Alasbuenas. La tropa que encabeza Manuel Rodríguez Moreno ofreció —en la sala Adolfo Llauradó— varias funciones de Todos los hombres son iguales. Se trata de un texto del joven director y dramaturgo Yunior García quien también se responsabilizó con la puesta en escena.

Con Todos los hombres son iguales, García retoma su ya conocida vocación por realizar un análisis crítico del entorno y la dinámica de los más jóvenes. La ética, la irrupción de nuevas coordenadas morales, la propensión por explorar ámbitos desconocidos, por vivir nuevas experiencias por mucho tiempo tabúes, constituyen el núcleo no solo de este texto, sino también de buena parte  de la  dramaturgia del novel autor. De hecho este interés lo convierte —junto con Abel González Melo y otros integrantes de su generación— en una suerte de continuador de lo que hace ya varias décadas fue bautizado como «teatro juvenil». Solo que si en los 80 el abordaje de estos temas nos llegó de la mano de dramaturgos cuyas edades y experiencias no coincidían con la de los protagonistas, contingencia que generó un tono paternalista, ahora —por el contrario— la coincidencia en este sentido es palpable, lo cual termina por convertirse en una suerte de valor agregado.

La trama de Todos los hombres… se centra en una joven que, en vísperas de su boda, realiza junto a sus amigas una farragosa despedida de soltera. La intensidad de la celebración provoca que ninguno de los participantes recuerde con exactitud la naturaleza de lo ocurrido. Los intentos por reconstruir los hechos aportan diferentes versiones que van a constituir el cuerpo del relato. Como puede apreciarse estamos ante un texto cuyos puntos de coincidencia con La Boda de Virgilio Piñera resultan claros. Lo cierto es que García se apropia de la situación dramática y la adecua a sus circunstancias, imprimiéndole un aliento cuestionador tal como hiciera en Baile sin máscaras, donde también pone en tela de juicio el comportamiento de sus criaturas.

Curiosamente el montaje me recuerda, con marcada insistencia, la excelente puesta en escena  que del texto piñeriano realizó Raúl Martín en los 90. La introducción del canto y las coreografías, el uso de varias sillas como elemento predominante del decorado, e incluso la propia relación de los actores con ellas, junto a las ya apuntadas coincidencias entre ambos textos, me conducen a señalar que Yunior García es aquí objeto de una doble influencia. Hay que apuntar también que la propuesta espectacular es sencilla y dinámica. El director apela al uso de un mínimo de elementos y centra su atención en el desempeño de los actores. Otro aspecto que resulta imprescindible hacer notar, lo constituye el dominio de la artesanía teatral del cual hace gala el bisoño creador.

A García lo secundó un equipo de colaboradores que contribuyó a dotar al espectáculo de un aire desenfadado y dinámico. En este sentido hay que anotar los aportes realizados por Yendri Céspedes, cuya música —compuesta originalmente para la ocasión— destaca por sus timbres contemporáneos y la proclividad a subrayar las tensiones y atmósferas. Jimmi Verdecia se encargó del diseño y la realización de una escenografía que se inclina por reflejar el enmarañado entorno en el que se desarrollan los acontecimientos.

Sobre Iliana Casanella, Elvis Hernández y Yamilet Pérez recae el peso fundamental del trabajo interpretativo. Ellas tienen a su favor el hecho de que forman parte del núcleo generacional que recrea la ficción teatral. Lo cual las exime de una búsqueda exhaustiva, pues son sus propias circunstancias las que encaran. Esto lo hacen con naturalidad y coherencia. Si bien es cierto que no puede hablarse aquí de individualidades descollantes, de un brillo o un oficio en la ejecución, lo cierto es que la labor de conjunto es armónica y estable. Elier Álvarez realiza una faena aceptable, pues aunque por momentos llama la atención la naturalidad y simpatía con que encara su personaje, en otros su credibilidad disminuye.

Todos los hombres son iguales, tanto el texto como el espectáculo, deviene nítido ejemplo de la naturaleza de los temas y preocupaciones que asaltan hoy día a nuestros jóvenes, e incluso del modo en que son capaces de materializarlos sobre la escena. Justamente ahí, en esa mirada y matiz que aportan creadores como Yunior García estriba el punto fuerte de esta propuesta.

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