«No hay enfermedad que me detenga». Autor: Adán Iglesias Publicado: 24/03/2025 | 09:21 pm
No hace falta un historial médico de José Julián Martí Pérez para darnos cuenta, leyendo cartas y otros textos ejemplares, que era un hombre de salud quebrantada, soportador de dolores y fiebres.
El eminente doctor santiaguero Ricardo Hodelín Tablada (1964) en el libro Enfermedades de José Martí —volumen de seis tomos que denotan investigación profunda y meticulosa— nos dibuja a ese humano ser, que se sometió a cuatro operaciones y fue evaluado, que se sepa, por 24 profesionales de la salud, entre médicos y estomatólogos, incluyendo a su gran amigo Fermín Valdés Domínguez.
«Durante su primer destierro a España el joven José Julián comenzó a presentar fiebres y dificultades respiratorias, el cubano Carlos Sauvalle se ocupó de los gastos por la atención médica y es entonces que los doctores Hilario Candela, cubano, y Juan Ramón Gómez Pamo, español, le diagnostican sarcoidosis, enfermedad sistémica que afecta múltiples órganos y sistemas del organismo», escribió este año en el periódico Trabajadores Hodelín Tablada, quien se ha convertido en un prestigioso investigador de Martí.
Sin dudas, los trabajos forzosos durante el presidio político en Cuba incidieron negativamente en la salud del Apóstol, hasta sus últimos días, como bien señaló el galeno Ramón Infiesta Bagés en 1953: «Partiendo piedras en una cantera, bajo un sol inclemente, su salud se resistió para siempre y toda su vida lo atormentó una llaga que el hierro le ahondó al pie».
Otra de esas tormentas biológicas fue el tumor en un testículo, por más señas un sarcocele, que requirió tres operaciones en España. Esas intervenciones consistían en extraerle líquido del quiste, procedimiento que mejoraba el mal, pero no era definitivo.
Finalmente, en México, el médico Francisco Montes de Oca y Saucedo (1837-1885) ejecutó la cuarta intervención quirúrgica, que ayudó a la mejoría de Martí: la exéreris (extirpación) total del testículo, «una oportuna operación que notables médicos de España no se decidieron a hacer, y que el doctor mexicano llevó a cabo con precisión sorprendente, tacto sumo y éxito feliz», como cita Marlene Portuondo.
Sin embargo, no por eso quedaron eliminados los males y dolencias. «...ya me desvaneceré pronto y no les daré tanto que hacer. Llevo un pulmón encendido y como desnudo (...) De adentro me viene un fuego que me quema, como un fuego de fiebre (...) Es la muerte a retazos», le decía el Maestro en sentida carta a Gonzalo de Quesada en 1886.
A su «hermano querídisimo», el mexicano Manuel Mercado, le contaba diez años antes: «Después de que Uds. se fueron, me he sentido verdaderamente mal. La noche y el amoroso abrigo me aliviarán, pero, amén del recogimiento íntimo de mi espíritu, mi cuerpo, con fiebre ahora, me niega su ayuda». A él también le relató en 1889 «sobre las morideras que me tienen tan silencioso y suelen parar en enfermedad que un médico cura con píldoras y otro con purgas».
En tanto le confesaba en abril de 1892 a José Dolores Poyo: «No piense en mi enfermedad. A la bilis habrá que temer, pero ya tengo mi retorta en el corazón y allí endulzo lo amargo».
Meses atrás, en diciembre de 1891, había padecido broncolaringitis aguda —inflamación de las mucosas de la laringe y los bronquios— y, como consecuencia, tuvo que irse a la cama una semana completa, en la que fue atendido por Eligio María Palma Fúster, tal como refiere el citado Hodelín Tablada.
Ya hemos contado en estas páginas las secuelas que dejó en su cuerpo el envenenamiento no consumado del 16 de diciembre de 1892. A eso pudiéramos añadir sus padecimientos de conjuntivitis catarral crónica, la caída de su párpado derecho, frecuentes cefaleas y adenopatías inguinales.
Incluso en Cuba, en su Diario de campaña refleja otros problemas de salud: «Me buscan hojas de zarza o de tomate para untarlas de sebo sobre los nacidos». O «Artigas, al acostarnos pone grasa de puerco sin sal sobre una hoja de tomate y me cubre la boca del nacido».
Pese a tantos males y dolores de cabeza —espirituales y físicos— José Martí siguió haciendo por Cuba, juntando a viejos y nuevos, discursando, convenciendo, escribiendo, batallando y creando.
Tal vez ningún otro definió su fortaleza y su quehacer ante las enfermedades como el patriota Enrique Collazo: «Dormía poco, comía menos y se moría mucho; y sin embargo, el tiempo le era corto, de noche no dormía, sino viajaba».
Viajaba sin pretenderlo a la inmortalidad, no se rendía, cumplía con creces su palabra, como había declarado para animar a otros buenos cubanos: «No hay enfermedad que me detenga».