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Las profundas raíces de un cedro infinito

En su última década de vida el Comandante en Jefe Fidel Castro Ruz también tenía la cabeza llena de ideas, de sueños, y aunque estaba en guerra contra los relojes, transmitía un entusiasmo quijotesco como si, luego de ocho décadas, estuviera empezando a vivir

Autor:

Yunet López Ricardo

El viejo enemigo logró emblanquecerle el pelo, arrugarle la piel, encorvarle la espalda… y él, siguió siendo el mismo. Cierto era que ya cargaba más de 80 agostos encima, no vestía el mítico uniforme con el zambrán ajustado, ni tenía en el cuerpo las fuerzas de antaño, pero prevalecían en su pensamiento aquellos remolinos temerarios con los que, siendo apenas un treintañero, movió montañas en su tierra. Por eso mismo, tampoco pudo el tiempo cambiar del todo su estilo de trabajo, marcado siempre por vigilias de guerrillero, esas que, como él dijo una vez, presagió su nacimiento a mitad de la madrugada.

En su última década de vida, cuando algunos quizá lo imaginaban enfermo, en cama, o entre mantas en un sillón, Fidel no cesaba de trabajar, de «conspirar» para bien, de empezar nuevos proyectos, y en su casa, la sala de pálidas paredes azules y malvas, se convirtió en el lugar donde escribía, estudiaba y recibía a amigos, escritores, intelectuales, líderes religiosos o mandatarios de visita en la Isla.

Uno de ellos, el expresidente uruguayo Pepe Mujica, un político de honda sabiduría, al conversar allí con él un día de enero de 2016, lo encontró «centelleante y con las preocupaciones más diversas», pues comprobó que el Comandante tenía la cabeza llena de ideas, de sueños, y aunque estaba en guerra contra los relojes, transmitía un entusiasmo quijotesco como si, luego de ocho décadas, estuviera empezando a vivir.

«Me sorprendió que lee sin lentes, está vivaz, hace preguntas inteligentes permanentemente, como siempre. Lo vi hasta mejor de lo que lo había visto hace dos años. Está bien», dijo en aquella ocasión Mujica, y describió su casa «de clase media típica, bastante sencilla», porque el hombre que se mantuvo en el poder por casi 50 años fue consecuente con sus principios hasta el final, y nunca precisó de opulencias o lujos, ni necesitó un salón inmenso para recibir a las personalidades del mundo que iban a verlo.

Su amigo, el historiador Eusebio Leal, contó una vez que, cuando finalmente pudo ir a visitarlo, lo sorprendió que en «la casa de un hombre de su importancia,
de su jerarquía, de todo lo que había tenido, fuera todo tan sencillo, tan absolutamente sencillo, tal y como él quería». Y por eso allí, en la sala con butacas de mimbre, girasoles dibujados en cristal y en una esquina unos caballos de madera, con alas que parecen agitarse, habló con todos, miró a los nietos jugar, y trabajó incansablemente.

Mucho saben sobre esa etapa sus ayudantes, hombres de buen corazón y ávida inteligencia que se convirtieron en sus manos frente a la tierra para desarrollar los experimentos agrícolas, sus ojos para leer, y sus fieles compañeros durante esos meses en los que, ni un solo día, dejaron de saludarlo militarmente al inicio y final de cada jornada, porque aunque allí, en la intimidad del hogar les parecía «más persona, más Fidel en su mundo, en su espacio, siempre lo vimos como el Comandante en Jefe».

Así lo dice Cosme Dennis Vázquez, uno de ellos: alto, corpulento y de semblante emocionado cuando habla de aquel que no se hizo líder por los grados, sino por la fuerza de su espíritu, la misma con la que desafió hasta a la edad por no variar sus rutinas.

Continuó teniendo pocas horas de sueño que comenzaban en la madrugada, siguió despertando con las noticias, y como nunca perdió la costumbre de hacer más de una cosa a la vez, tampoco
abandonó los ejercicios, y caminaba mientras uno de sus ayudantes le leía más de 50 titulares. Cosme iba delante, de frente a él, custodiándole el paso y andando de espaldas para que lo escuchara mejor. El Comandante avanzaba entre las piedras del camino, esquivaba algunos gajos que le rozaban la cabeza, o pasaba cerca de los troncos de los árboles en las cercanías de la casa mientras lo oía atento, para luego decirle:

—Correcto, primero léeme este, luego aquel, luego el otro y después los demás.

«Ya a nosotros se nos había olvidado la secuencia, pero él fijaba en la mente el orden en que quería conocer las informaciones, después hacía sus análisis y tomaba decisiones», cuenta Cosme. Ese mismo asombro ante aquella increíble memoria lo tuvo también Fermín Raúl Ricardo, un cubano de ojos nobles que desde 2009 pasó a su ayudantía, y a quien una mañana en que le leía los titulares, Fidel le hizo una pregunta que lo dejó abatido:

—Fermín, ¿en qué mes fueron los acuerdos de Bretton Woods?

«Hice un silencio, los próximos pasos no quería ni que sonaran, pensé: “A lo mejor no me pregunta de nuevo y libro de esta”. Pero qué va, nada más que pasaron unos segundos:

—Oye, se te olvidó lo de Bretton Woods.

—No, Jefe, no se me olvidó, es que no lo conozco, no sé de qué me está hablando.

—Pues debieras saberlo, hay cosas que hay que conocer, hechos que sucedieron y debieran conocerse, es importante dominarlos.

«Bueno, imagínate tú, en esa situación lo que quieres es que la tierra se abra y te trague. Cuando no podías responderle o ayudarlo te sentías con una impotencia… Nos pasó muchísimas veces, lo que sin complejo y con el reto entonces de aprender», cuenta Fermín, quien esa misma madrugada, en cuanto terminó de trabajar con el Comandante, se puso a estudiar todo lo relacionado con los acuerdos de Bretton
Woods, aquella convención de julio de 1944 donde 44 naciones debatieron sobre el nuevo modelo económico que estaría vigente después de la Segunda Guerra Mundial. Pensaba que al día siguiente Fidel le preguntaría, pero fue luego de casi tres meses, cuando volvió a surgir el tema.

«El Jefe estaba reunido con una visita extranjera y, a la hora de despedirla, cuando ya iban caminando hacia el portón de salida, una de las personas invitadas le comentó:

—Comandante, yo no estoy clara en lo de Bretton Woods.

—No, de Bretton Woods el que sabe es Fermín, él te va a explicar.

«Yo me quedé…, imagínate, sin aviso, pero lo hice, la verdad había estudiado bastante. Y él le decía la pregunta para que ella me la hiciera a mí, estaba como que, disfrutando la situación, pensando tal vez: “Mira, se preparó, sabe de lo que está hablando”.

«Estar a su lado fue una universidad con un profesor genial, pero, además, ese mecanismo de ponerte una meta para que te prepararas, lo aplicaba prácticamente a diario», asegura Fermín, quien, junto a los otros, para estar lo más capacitados posible en la tarea de asistirlo, en los pocos ratos libres se ponía a estudiar Geografía, Historia, Física, sobre el cosmos, el agua, los peces, y de cuanto tema había, porque con Fidel el saber no conocía fronteras.

«El día que no aprendamos algo, es un día improductivo», recuerda Cosme que él siempre les decía, y esa relación no solo lo hizo superarse, sino que además le confirmó los valores de Fidel: «totalmente solidario, seguro, familiar, amigo, hombre en toda la extensión de la palabra. Nos trató como un
padre, y desde sus altos saberes supo hablar con nosotros, que no éramos ni su sombra en conocimiento. Sin embargo, nos formó, nos guió y nos transformó en un poco de agricultores, pecuarios, en un poco de todo porque siempre tocaba temas diferentes, a pesar de que había algunos de seguimiento
constante, y con él, ningún día se parecía a otro».

Investigaciones, experimentos, lecturas, recorridos, ejercicios, noticias… y hasta allí llegaron a verlo el papa Francisco; mandatarios como la expresidenta argentina Cristina Fernández; el presidente ruso Vladímir Putin; Daniel Ortega, de Nicaragua; el joven presidente de la FEU de la Universidad de La Habana, Randy Perdomo; Marlon Méndez, el niño que tenía una colección con más de 200 fotografías suyas; y muchos otros, entre ellos, un diplomático chino, quien en un libro que tituló La era de Fidel Castro Ruz, escribió sobre su amistad con el Comandante y detalles de sus encuentros con él.

Sin treguas

Cuando la mayoría de los abuelos de esa edad permanecen tranquilos, apenas sin labores, dedicados solo a cuidar de la salud o hacer tareas menores en la casa, el ritmo intenso de trabajo del Comandante no tuvo treguas, y en una ocasión, eran casi las dos de la madrugada y él aún estaba escribiendo. Tenía un poder de concentración tal que, según cuentan, ni el fuerte sonido de los truenos lograba dispersarlo. «Llevaba bastante rato ahí, yo cerca, calladito, tú tratas de ni moverte para no estorbarlo, y en ese letargo, se me fue un pestañazo precisamente cuando me dijo: “Fermín…”. Abrí los ojos enseguida, y me preguntó:

—¿Cuánto consume una gallina ponedora en el día?

«Era algo que nosotros sabíamos, lo habíamos aprendido hacía mucho tiempo, es entre 110 y 112 gramos, pero en ese momento ni atrás ni adelante me acordaba. Le dije: “Jefe, un kilogramo”.

Se echó para atrás en el asiento y se me quedó mirando, como diciéndome: “Te estoy dando un chance para que rectifiques”.

Entonces se me acercó y me dijo:

—Coño, Fermín, ¿de qué tamaño es la gallina tuya?

«Y ahí me di cuenta de que le había dado una cifra equivocada.

—Comandante, discúlpeme, le he dicho una barbaridad.

«Entonces le mandé un mensaje a dos compañeros para que me rectificaran, a pesar de la hora, enseguida me respondieron y le contesté:

—Jefe, entre 110 y 112 gramos. Discúlpeme por el disparate que le dije».

Pero él le respondió: «No, no te disculpes todavía, me tienes que decir de qué tamaño es la gallina tuya», y mientras reía como un muchacho levantaba la mano a la altura del pecho, señalando el supuesto tamaño de aquella gallina que consumía un kilogramo de alimento al día. Después, en varias ocasiones, le recordó aquel suceso:

«Ahora nos harían falta gallinas como las tuyas, Fermín, bien grandes», le decía. Hoy, cuando el ayudante recuerda aquella madrugada, analiza la reacción tan sensible del Jefe que no lo reprendió por darle el dato incorrecto, sino que tuvo en cuenta su laboriosidad y entrega, y prefirió verle el lado jocoso a la respuesta errada; «es lo que te digo, era la forma en la que él resolvió el problema», dice Fermín.

Fue el humanismo la adarga maravillosa del Quijote que nació en Birán, aquel hombre que, si veía un juego o un torneo deportivo, estaba en el bando del equipo más débil, o si estaban boxeando un blanco y un negro y no eran de aquí, apoyaba al negro, porque hasta en esos detalles favorecía a quienes, a su juicio, estaban en desventaja.

Por eso también su preocupación por el hombre fue constante desde sus inicios como líder hasta los meses finales de su vida, cuando a los muchachos del Ejército Juvenil del Trabajo que laboraban en las cercanías de la casa, «iba, los saludaba, les preguntaba por sus condiciones, si tenían un televisor, un ventilador, cómo los atendían, cada cuánto tiempo salían de pase; y sabía, no porque se lo decíamos nosotros, sino porque él conversaba con ellos. “¿Qué necesidades tienen? ¿Les falta un par de botas? ¿No tienen machete, lima?”. A ese nivel de detalle llegaba el Comandante en Jefe. No por gusto en su concepto de Revolución él decía: “ser tratado y tratar a los demás como seres humanos”», dice Cosme.

¿Dónde está fidel?

El 13 de agosto de 2016 en el teatro Karl Marx se reunieron miles por él. «Está allí», fueron las palabras de Raúl cuando entró y sintió sobre sí la mirada expectante de quienes aquel día lo esperaban para celebrar su cumpleaños 90. Entró entonces Fidel, con un abrigo blanco como su barba de las mil batallas, con su mirada chispeante de siempre, y todos, espontáneamente, llenaron el gran salón de un coro inmenso cantándole Felicidades, y alguien, desde uno de los balcones le gritó: «¡Felicidades, padre!».

El Comandante en Jefe junto a sus colaboradores en las áreas cercanas a su casa.

Fue una celebración hermosa donde disfrutó, con sonrisas amplias de niño, el viaje por la historia al que lo llevaron los pequeños de La Colmenita, esos que 20 años atrás también habían celebrado su nacimiento en el Palacio de Pioneros Ernesto Che Guevara. Enith Alerm, entonces presidenta de la Organización de Pioneros José Martí, recuerda que el día anterior, cuando estaban en los preparativos, Fidel les hizo una solicitud:

—Bueno, y ¿qué les parece si invitamos a Raúl?

«Imagínate, para nosotros eso fue lo más grande que nos podía pasar», cuenta, porque esa era mucho más que una simple invitación, era como el deseo del niño que invita a su compañero de juegos, a su cómplice de las travesuras, a su amigo del alma a su fiesta, una que, sin él, no tendría los mismos colores.

«Entonces le pedimos a La Colmenita que hiciera algo que los integrara al espectáculo», dice Enith, y Cremata tuvo una idea muy ocurrente: «Jugaron con los niños a: De La Habana vino un barco cargado de… Fue muy simpático, jugaron como dos niños; y ahí descubrí una cosa que ya es una verdad de perogrullo, que Raúl sigue siendo el niño biyaya de Birán, Raúl era candela, candela, dicho por to´ el mundo. Fidel reflexionaba mucho y decía palabras asociadas con la Revolución. “De La Habana vino un barco cargado de… ¡P!”. Él pensaba un poquitico y decía: “¡Patriotas!”. Y Raúl decía: “¡Pirulí!”. Disfrutaron mucho ese juego».

Dice Enith que ese día fueron testigos del amor de Fidel por Raúl, y también de ese deslumbramiento de Raúl por él, quien siempre trataba de darle la prioridad, pues hasta en el juego trataba de que Fidel participara primero, fuera delante, marcando el camino, con ese cariño a su hermano mayor, a su guía espiritual.

Ahora Fidel estaba allí, con dos décadas más sobre los hombros, sentado otra vez al lado de Raúl, su hermano querido, el compañero de risas, de tristezas, de armas y de ideas, y ante las mismas ocurrencias y el talento de los hijos más pequeños de la Revolución que él forjó, viéndose en las imágenes del espectáculo otra vez joven, vigoroso, espigado, y sabiéndose por dentro el mismo hombre.

Por esa razón, «trabajó hasta el último día, hasta el último minuto. Y todavía yo digo que sigue trabajando por todo lo que nos dejó, por su legado», afirma Cosme, pues incluso solo diez días antes de su partida, la tarde del martes 15 de noviembre de 2016, recibió a Tran Dai Quang, presidente de la República Socialista de Vietnam, y recordó sus visitas a esa tierra, y le habló de sus proyectos agrícolas y, entre otros temas, sobre eso que tanto lo desvelaba, los problemas de la humanidad.

Seguía la cabalgata, la lucha constante, la siembra continua hasta ver florecer el último árbol, él, que tanto tenía en sí de la resistencia del cedro y la infinitud. «En aquellos tiempos siempre lo vi satisfecho, contento por lo que hacía, con cualquier cosa por pequeña que, aparentemente, fuera, se sentía feliz, porque sentía que estaba siendo útil, consecuente con lo que fue su vida», asegura Llópiz.

Hoy, cuando Cuba enfrenta retadoras tormentas, y más que hombre él es faro, símbolo, libro abierto, camino seguro… son tiempos para no perder el rumbo de sus huellas, calzar como él las botas, pero sin semejanzas vanas, sin tratar de imitarlo, más bien interpretándolo en las realidades presentes, traduciendo sus palabras a nuestros días y llevando su obrar a nuestras acciones.

Cómo actuó cuando el país se estremecía por dentro, qué razones tuvo para tomar una decisión crucial, cómo lograba mirar más allá de lo obvio y trazar una estrategia brillante, qué hizo ante la derrota, por qué nunca dejó de sentir como propia la pena de los humildes, de dónde le venía esa determinación y voluntad a prueba de balas. En esas, y otras muchas respuestas se hallan sus preciosas enseñanzas sobre el difícil arte de gobernar.

Ahora no lo encontraremos en la piedra de Santiago, ni en los silencios perturbadores de la nostalgia, ni en las consignas vacías que agobian, solo en las madrugadas de trabajo, en las soluciones sagaces para viejos problemas, en la capacidad de un cubano para conmoverse frente a las necesidades de los suyos, en los dirigentes en la calle con la explicación oportuna una y otra vez hasta el convencimiento; ahí estará el Comandante que apenas dormía, el Jefe riguroso y sensible a la vez, el gobernante ingenioso, el líder visionario, el Fidel eterno del pueblo.

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