Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Los dibujos que hacemos de la vida

No pocos hijos han perdido la presencia de sus padres porque ellos han sucumbido a la dependencia al alcohol u otras sustancias sicoactivas. No pocos padres pierden la oportunidad de dibujar el futuro junto a sus hijos día a día por esa razón

Autor:

Ana María Domínguez Cruz

Jamás olvidaré a aquel niño de ocho años, sentado en el sillón, a la espera de que llegara su mamá para regalarle el dibujo que hizo para ella. Era sábado. Temprano en la mañana se alistó para recibirla y al irme del Hogar para menores sin amparo familiar, ya en la tarde, aún permanecía con el dibujo en sus manos, esperándola. Ella, como otras veces, nunca apareció. Su adicción al alcohol la alejó de la posibilidad de atenderlo y cuidarlo como se espera de una madre y, por supuesto, ese día quizá no estaba en condiciones de visitar a su hijo o, simplemente, lo olvidó.

Conté la escena vivida aquel sábado en las páginas de este diario en 2017. Siete años han transcurrido y no he sabido nada más de ese niño, hoy adolescente. Sin embargo, tantas otras historias he conocido después de ese día, en las que algunos padres han perdido la maravillosa oportunidad de disfrutar la vida con sus hijos por una dependencia total hacia una sustancia, que he podido imaginar numerosos dibujos olvidados y guardados en una gaveta.

***

Natasha dibuja casi todos los días. En las paredes de su cuarto están colgados los dibujos de playas y peces, de montañas soleadas, de muñecos de nieve, de mariposas y globos, de pájaros y casitas. En una cartulina rosada se dibujó a sí misma en el centro, con el pelo suelto y un lazo rojo. A un lado, Mima y Pipo, entrelazados por las manos. Del otro lado, separadas por un erizo, su mamá.

Una de esas vidas que crece sin el beso de buenas noches de sus padres es la de Natasha.  Por suerte, sus abuelos están ahí, pero ella calla la tristeza que la embarga.

Sus padres, muy jóvenes, la recibieron cuando apenas empezaban sus estudios universitarios y los abuelos maternos asumieron todos los cuidados. La niña era como una hermana menor, como un juego a ratos, porque no dejaron de hacer sus excursiones con los amigos, de ir a las fiestas, de estudiar para las pruebas, de tomarse unos tragos de más en el Malecón... de hacer la vida como si Natasha no estuviera.

«Puede que hayamos tenido la culpa al haberlos liberado de sus responsabilidades totalmente. Pensamos que, luego de graduarse, tomarían las riendas del asunto porque como padres, les tocaba, pero el rumbo fue otro...».

El papá de Natasha murió en un accidente de tránsito un año antes de concluir la carrera. Él y el amigo que manejaba la moto habían bebido bastante en aquella fiesta, y no fue sensato irse a buscar más cerveza en esas condiciones. La mamá de Natasha se quedó en la casa con los demás, y no paró de gritar y llorar, desconsoladamente, cuando supo lo sucedido.

Desde entonces, ella se culpó por no haberle hecho cambiar de idea. También ella había bebido de más pero estaba más atenta a la realidad. No obstante, no tomó en cuenta el peligro y no se lo perdonó nunca a sí misma.

Dejó de importarle la universidad, su buena trayectoria, su sueño de ganar premios por alguna investigación que realizara. Perdió interés sobre su familia, sobre su propia vida, sobre sus amigos…

Natasha tenía tres años y aunque le enseñaron a abrazar a su mamá cuando llegara a la casa, siempre prefirió acurrucarse con Mima y jugar parchís con Pipo. La distancia fue creciendo entre la niña y su madre, y a ella realmente solo le interesaba tumbarse en la cama, mirar el techo y apretar contra su pecho la foto del papá de Natasha.

Esto es lo que hoy me cuentan  Mima y Pipo. Ahora la niña usa pañoleta azul. Sociable, bondadosa y querida por los demás, siempre anda rodeada de sus amigos. Pero baja la cabeza, avergonzada, cuando llegan a su casa a jugar o hacer juntos alguna tarea, y su mamá anda borracha o como dice su abuela, «en otra dimensión».

Entonces Natasha quiere irse a la casa de uno de sus amigos. Quiere huir de la imagen desaliñada de su mamá, de su conducta rara, de sus alaridos, de su risa exagerada y repentina. Quiere alejarse de los llamados de atención de Mima y de los regaños de Pipo, quien no desea bajo el mismo techo una hija sin estudiar, sin trabajar y que pasa los días «consumiendo esa basura destructiva».

Natasha solo quiere desaparecer cuando eso sucede. No soporta las discusiones, las lágrimas de las peleas y, luego, la promesa de su abuela de que no pasará nuevamente, «porque seguro tu mamá mejorará su comportamiento».

Pero la niña ve a su mamá todos los días de la misma manera: engurruñada sobre la cama que nunca tiende, aferrada a una botella de ron «o de lo que sea», sin apenas comer. Agresiva cuando Mima le pide que se bañe o se siente a la mesa a comer en familia…

«Lo peor es que se está perdiendo los mejores años de su vida», dice Mima, mientras esconde bajo llave, en una caja, los adornos más preciados de la casa. «Por tal de embriagarse, ya me ha vendido cosas muy preciadas... Ojalá Natasha no se dé cuenta de todo».

Natasha ve y escucha todo. Se hace la dormida cuando su madre, llorando, se sienta en la punta de la cama y le pide perdón. Contrae su rostro cuando la madre de Lorena, su vecinita, la recoge en la escuela «porque Mima y Pipo fueron a llevar a tu mamá al hospital».

Ayer Natasha dibujó una botella gigante en medio de la hoja en blanco y le hizo cruces negras de arriba a abajo. «Quiero que desaparezcan todas las botellas de ron del mundo», me dijo.

***

Los padres de Emilio no imaginaron lo que sucedería. Poco a poco, su hijo fue convirtiéndose en un adicto. «Las influencias de los amigos del barrio, la idea de que te puedes sentir mejor, la sensación de hacer algo prohibido… qué se yo. Pero Emilio fue cambiando de un extremo a otro, y a pesar de que pedimos ayuda especializada, se negó a recibirla».

Teresa, la madre de Emilio, aún trabaja fuera de la casa. «Lo más triste es que mi nieto no disfruta de su papá».

Francisco no fue un hijo planificado. Sin embargo, la novia de Emilio quiso tenerlo, «aún cuando sabía que él andaba más por las nubes que por la tierra. En algún momento pensó que un hijo le cambiaría la manera de pensar. Pero no fue así. Lo terrible es que ahora ella también está ausente para Francisco».

La presión arterial de Teresa nunca había sido tan elevada. Aquel día, cuando la abuela materna de Francisco llegó a su casa con el niño y el maletín, ella no imaginó que fuera cierto. «La madre de Francisco se fue del país, cruzando frontera.

La abuela vino a dejarlo conmigo porque me dijo que haría lo mismo tiempo después. Ha pasado un año, llegaron bien, esperan los trámites aquellos… pero lo que más me molesta es que si hacen una videollamada a la semana es demasiado. Francisco tiene nueve años, sabe muy bien lo que es extrañar».

Emilio ni idea tiene de cuándo es de día o cuándo es de noche. Emilio a veces ni llega a la casa. Es Teresa quien se ocupa de Francisco, «pero en definitiva, soy una mujer mayor. Tengo mis achaques, mis limitaciones…».

De repente, Teresa rompe a llorar. «La noche que Emilio llegó más vola’o que de costumbre, Francisco le había dibujado un robot parecido al de los muñequitos que ve en la televisión. Emilio apenas le hizo caso y cuando el niño le insistió, le gritó, lo zarandeó y le dijo que no lo molestara. Me puse como una leona, como una fiera de las peores, y saqué a Emilio de la casa. Cambié hasta el yale. Es mi hijo… pero no puedo permitir que, además de destruir su vida, quiera destruir la de mi nieto».

El otro día en la escuela de Francisco avisaron que tendrían reunión de padres el viernes. El niño llegó a la casa, triste y totalmente callado. Teresa le preparó la merienda, quiso saber que le pasaba y no fue hasta la hora de dormir que Francisco le dijo: «El viernes hay reunión de padres en la escuela, y yo no tengo a ninguno que pueda ir».

Teresa desea permutar para un apartamento en planta baja, para que le sea más fácil la dinámica cotidiana. «No pienso buscar a Emilio y decirle. No creo que él cambie. Ha decidido andar drogado todo el tiempo y se pierde de vivir como cualquiera podría hacerlo, y más con un hijo tan bueno. Lo más valioso que tengo en la vida es a Francisco. Y no creas que duermo tranquila… El día que ese teléfono suene y la madre me diga que tiene papeles y que piensa reclamarlo, me sentiré peor».

Francisco le regaló a Teresa un dibujo precioso por el Día de las Madres. «Somos tú y yo, abuela, en la playa más linda del mundo». Teresa lo enmarcó y lo colgó en la sala.

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