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Una casa para la felicidad

En una comunidad del municipio de Majibacoa, una familia compuesta por la madre y siete hijos se benefició con una vivienda que los ha hecho muy felices

Autor:

Juan Morales Agüero

MAJIBACOA, Las Tunas.— En una flamante vivienda de la comunidad de Blanca Rosa, Dicsania Machado Batista desgrana los momentos más significativos de su existencia. A pesar de su juventud —36 años de edad— tiene siete hijos, cuatro de ellos menores de 12 años. Eso se tuvo en cuenta para otorgarle este inmueble, donde se siente a sus anchas.

Es de noche y en la comunidad vecinal reina el silencio. Dicsania está sentada frente a mí en un sofá metálico, rodeada de su prole. Mientras conversamos, unos gemelos hacen de las suyas: arman una perreta, le halan la ropa, se disputan sus pechos, intentan arrebatarme el celular, me observan divertidos… Ella —¡oh!— no parece exasperarse.

«Esto lo tomo con calma, porque de lo contrario me sube la presión o me da un infarto —dice, sonriente—. Solo intento no perderlos de vista y tratar de que sus travesuras no tengan mayores consecuencias. Los mayores no me dan lucha y son muy responsables. Y a los menores no les pido más».

Entonces me cuenta incidencias de sus últimos años. «Trabajé un tiempo como agente de Seguridad y Protección en el hospital Ernesto Guevara, pero tuve que renunciar para dedicarme a mis hijos —dice—. Por entonces yo vivía en Las Parras, aquí en Majibacoa, a varios kilómetros de distancia. Se podrá imaginar, ¡el salario se me iba en transporte y en pagar a quienes me los cuidaban!».

«La mayor es Jennifer, que tiene 20 años y está becada —comienza a enumerar—. La tuve cuando yo tenía 16. Después vienen Marcos (14, en octavo grado), Adán (12, en sexto) y Alexandra (ocho, en tercero). Yetsy tiene tres. Finalmente, a mis 35 años, llegaron estos dos diablitos gemelos».

Antes de que le asignaran esta confortable vivienda, Dicsania y sus hijos se las vieron difíciles. (Mal) vivían en un decrépito almacén de tablas ruinosas que hacía aguas por todas partes cuando llovía. Las ventanas y las puertas carecían de ajuste, se trababan y apenas podían abrirse. Eso sí, una trabajadora social la visitaba casi todos los días, le daba ánimo y le gestionó su primera pensión.

«La atención de mis hijos me ocupaba todo el tiempo —asegura—. Una de sus abuelas paternas me tiraba un cabo porque vivía cerca, pero sin compromiso. Mi madre no podía hacerlo, porque atiende a un hermano mío enfermo. Aun así, jamás me quejé. En los momentos complicados mantuve la calma. Este carácter mío parece que nunca se altera».

Por entonces Dicsania intentó salir definitivamente del viejo almacén. Quería darles una mejor vida a sus hijos y a ella misma. Solicitó un subsidio para construir una casita en un solar y no se lo aprobaron. Fue una gran decepción, porque allí cerca había una cooperativa, además de personas que la hubieran podido ayudar y conseguirle un trabajo.

«Pero no me desanimé, y en agosto del año pasado me fue a ver el director de Vivienda de Majibacoa con una noticia espectacular: “Tendrás una casa nueva pronto”. Bueno, ¡para qué contarle mi alegría y la de los niños! Nos mudamos el 31 de diciembre. ¡Un regalo de fin de año inolvidable!».

Me invita a recorrer el inmueble de cubierta de placa y paredes de ladrillos. Cuenta con sala, comedor, cocina, baño y tres habitaciones, todo pintado con colores claros. Dispone de electricidad y agua corriente, con un tanque exterior para acumularla. Dicsania distribuyó a sus siete hijos en los cuartos según criterio de edades y género.

«En el último duermen los varones mayores en una sola cama —explica—. El segundo está previsto para las hembras, pero está desocupado porque, por ahora, no tienen dónde acostarse. El primero lo ocupamos ellas y yo. Las tres dormimos juntas. Los gemelos lo hacen en sus cunitas».

A pesar de la humildad de sus inquilinos, en la nueva casa impera el orden. Las habitaciones carecen de closet, y como la familia tampoco tiene escaparates, Dicsania ha acomodado las cosas en el suelo. Las mochilas de los estudiantes cuelgan de clavos en las paredes, y sus uniformes están prestos a utilizarse en unos percheros improvisados.

«Recientemente la Dirección de Trabajo municipal nos ayudó con una toalla para cada niño —comenta—. A los precios actuales no las hubiera podido comprar. También nos entregó sábanas y fundas. Quedaron en ayudarnos con una cama y estamos a la espera. Estoy muy agradecida por todo eso.

«Pero lo que más necesitamos es un refrigerador. A veces quisiera hacer un dulce o una champola, pero no tengo cómo conservarlos. Los medicamentos requieren una temperatura. Los gemelos son asmáticos y toman ketotifeno y sulfato de cinc. Marcos es epiléptico y toma fenobarbital. Adán padece de diabetes insípida, y es inestable con su enfermedad. Hay que estudiarlo, y espero que el tratamiento no demore».

Elaborar alimentos para siete bocas no es una encomienda fácil. Por fortuna, no son exigentes y dan buena cuenta de lo que Dicsania les cocina en una sola hornilla (se la consiguió el Intendente del municipio) y una olla arrocera que alguien le cedió en calidad de préstamo. Los gemelos no figuran entre los comensales, pues ambos son intolerantes a la lactosa y por ahora solamente consumen leche materna.

«Mis hijos se portan como cualquiera de sus edades —alega—. Los más pequeños viven encerrados conmigo. El grande no se adapta, pues dice que prefiere el campo abierto. Los otros están adaptándose y ya tienen amiguitos en el barrio. Los mellizos cabalgan por toda la casa con unos caballitos plásticos que les compré. Tienen los ojos duros para dormir y se despiertan temprano. Yetsy se entretiene sola, porque no tiene juguetes. Son inquietos, pero me obedecen en todo. Eso no quita que algunas veces quisiera comérmelos. Ahí cojo calma y los pongo a ver algo en el televisor».

Dicsania solo tiene elogios para su nueva comunidad, con excelentes vecinos y servicios. La escuela primaria está a unas casas de la suya. La maestra y su directora los visitan. La tienda y la cafetería están a corta distancia. Cercano está también el consultorio. El médico y la enfermera hacen terreno todos los días y su casa figura en sus escalas. También la ha visitado un sicólogo.

«Solo me queda decir que mi gratitud no tiene límites. Nunca pensé tener una casa tan bonita y cómoda. ¡Esto parece un sueño! Agradezco a las autoridades por haberme tenido en cuenta. Ahora voy a poder criar mejor a mis siete hijos para que tengan un bonito futuro. Sé que no me faltará apoyo. La Revolución no deja a nadie desprotegido». 

Una experiencia para copiar

El polo de viviendas de la comunidad de Blanca Rosa está situado junto a la carretera que va de Las Tunas a Holguín. Pertenece al municipio de Majibacoa y lo componen 30 viviendas, edificadas con materiales de producción local. Fueron entregadas por etapas a madres con más de tres hijos, familias con niños enfermos, personas jubiladas y trabajadores de diferentes organismos.

La mayoría de los inmuebles tiene cubierta de bóveda, resistente a los fenómenos naturales, y paredes de ladrillo. Entre los servicios con que cuenta figuran una escuela primaria, una cafetería y un consultorio médico. El polo planifica llegar a 55 casas tan pronto las posibilidades lo permitan.  La comunidad de Blanca Rosa constituye hoy un referente para los territorios que quieren aplicar esta experiencia.

 

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