Jóvenes voluntarias en el centro de aislamiento de Alamar VI. Autor: Elisa Beatriz Ramírez Hernández Publicado: 05/05/2021 | 05:20 pm
Guantes, mascarillas, batas, medios para protegerse de una enfermedad invisible, pero que aquí se asocia muchísimo a la zona roja. Daniela y Belsis despiertan a horarios similares, visten iguales ropas, caminan casi al mismo ritmo. Ellas, trapeador, cubo y mucho cloro en mano, se encargan de la limpieza y desinfección de los apartamentos. Suben y bajan los cinco pisos. Se doblan, sudan, se estresan. En medio de las dificultades de estar en un centro de aislamiento, de trabajar para el otro, a veces desagradecido, se rescatan los instantes solidarios, la pequeña acción que posibilita llegar al final de la tarea, de la jornada.
Esa alegría dulce de compartir un objetivo común y de, en el proceso, cuidarse y proporcionarse afectos, esa es una las más bonitas experiencias a llevarse de Alamar VI. Quién sabe si de estos pequeños conjuros compartidos entre cinco voluntarias surge una complicidad de aquelarre. Todo es posible.
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Gabriela llegó el miércoles 24 de febrero al centro de aislamiento de Alamar VI. Se encuentra en la recepción desde poco después de las siete de la mañana y la abandona después de dejarla limpia, impoluta casi. Cualquiera la encuentra, siempre en movimiento o dando órdenes, y siente que lleva aquí en esa tarea varios años. Ella gestiona la zona de la comida, las entregas, cantidades exactas como si en lugar de ser estudiante de Periodismo, se dedicara a servir a los otros, en el sentido más literal del término. Por sus manos pasa la entrega de cajas por apartamento; también lleva la cuenta de los pacientes, revisa si los dulces alcanzan o si se puede dar un poco más de refresco Coral (o Tanrico) a los médicos de guardia.
A veces el pelo le cae un poco hacia delante y su color rojo se confunde con el de la mascarilla. Otras, su expresión es cansada o se altera cuando intentan pasarle un cuento mal hecho, pero un minuto después vuelve, otra vez, a crear el orden en el espacio pequeño en que se sirve y organiza la alimentación de todos.
Se equivoca quien cree que un centro de aislamiento es solo la zona roja, que ese es la única labor posible y quienes tienen el trabajo simple de servir comida, no son tan necesarios. Incurren en un grave error.
Gabriela es absolutamente imprescindible.
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Ojos color del tiempo diría mi abuela sobre Beatriz. Ojos cansados y dulces observo la tarde del viernes 26 de febrero. Alrededor de veinte pacientes resultaron positivos. Ese día serían trasladados a un hospital. Los enfermos estaban inquietos, esos nervios saltaron al personal médico, al puesto de mando y a los voluntarios. El almuerzo sufrió un atraso grande, la limpieza quedó paralizada por completo, todos los esfuerzos se destinaron a esa partida, que ocurría en medio de la tristeza y la preocupación ante una posibilidad tan real y palpable del contagio. El contagio tan temido por familiares y amigos. Tan alertado, también.
La mirada de Betty de un viernes en la tarde no habla de fiestas o de reposo, sino de lo contrario. Es probable que esa sea su cualidad más hermosa, aun cuando a ella le desagrade esta imagen, reflejar el esfuerzo cotidiano en un centro de aislamiento, de una joven universitaria que pudiera estar rodeada de libros, cómoda en casa, pero que elige por voluntad propia venir a aquí y trabajar junto a otros.
Betty eligió ser útil y bella en lugar de abrazar la desesperanza.
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Sobre esta experiencia continuaremos compartiendo testimonios sonoros y pequeñas crónicas. Por ahora escucha al joven Pedro Pablo Chaviano, estudiante universitario y futuro padre de un documental sobre los centros de aislamiento.
Este podcast fue realizado en colaboración con el proyecto feminista, Cimarronas y cuenta con música interpretada por el Dúo Aguas de Marzo.