Un pullover con la imagen de Ernesto Guevara. Autor: Abel Rojas Barallobre Publicado: 07/10/2017 | 03:08 pm
La interrogante fulminó a Albert, un joven de 20 años, quien jugaba con su teléfono en una acera de la ciudad. Primero se encogió de hombros y luego soltó una respuesta balbuceada. «Fue un gran hombre», dijo.
Otro coetáneo, Carlos Ernesto, quien compraba pizzas en un pequeño kiosco —no lejos del primero—, tampoco supo elaborar una contestación muy amplia ante la incógnita. «Él era excepcional, distinto», arguyó.
Por su parte, Yanelis, de tres décadas de vida, puso la mirada en el horizonte y casi en tono de solemnidad comentó que él «está en todas partes, aunque muchos desde afuera y algunos desde adentro quieren que lo olvidemos, que no pensemos en su obra gigantesca».
A los tres les habían preguntado sobre un ser humano que atravesaba con su mirada, superaba su propia asfixia asmática con mucho trabajo, lanzaba verdades como volcanes, admiraba con su ejemplo: el Che.
A fin de cuentas, ninguno respondió con profundidad la incógnita porque esta buscaba sondear si los pinos nuevos de hoy creen que pueden ser como el Guerrillero Heroico, algo que varios han calificado de quimera.
Por supuesto que Ernesto Guevara de la Serna no resulta un dios inalcanzable; simplemente hizo tanto en tan poco tiempo que su obra, al repasarla, se antoja demasiado alta para cualquier mortal.
Nadie debería olvidar que cuando la Luz de la Sierra descendió convertida en victoria popular, el Che, como otros de su generación, no había cumplido los 31 años; y que luego de todas sus hazañas militares, con las cuales honró brillantemente su grado de Comandante, supo encabezar el Banco Nacional de Cuba, el Ministerio de Industrias, varias delegaciones de nuestro país en el exterior y otras muchas responsabilidades colosales, como las vinculadas a los «días luminosos y tristes de la Crisis de Octubre»; todo eso antes de los 35 abriles.
Incluso, su asesinato, aquel aciago 9 de octubre de 1967 en La Higuera, cuando comandaba la guerrilla que pretendía liberar a Bolivia, aconteció con apenas 39 años, una edad joven, en la cual muchos todavía no pueden mostrar una obra hecha.
Agreguemos lo que forjó en su primavera temprana, al graduarse como médico, en 1953, en Argentina, con el objetivo premeditado de ayudar a los demás y de curarse él mismo el asma crónica que le mortificaría su existencia. O cuando sin haberse graduado emprendió el célebre recorrido con Alberto Granados por varios países de Latinoamérica; entonces fue capaz de llegar a un leprosorio en medio de la selva peruana y trabajar allí algunos días como galeno.
Por eso, por los preciosos y sinceros escritos que dejó sobre nuestra guerra de liberación u otros asuntos de trascendencia actual, sus deliciosas anécdotas, su desapego a lo material y a «los nombramientos», su «absoluto desprecio al peligro», por haber alumbrado el futuro —como escribiera la poetisa— y por mucho más... el Che luce como un astro difícil.
Sin embargo, cometeríamos el más grave error si creyéramos que no se puede intentar su ruta y su bandera. Mirarlo en lo más remoto de la especie humana es trocarlo en bronce o en pirámide. Pensarlo sin errores, dudas, recelos, ilusiones o deseos carnales es estigmatizarlo. Portarlo en un pulóver solo para agradar a la vista deviene pecado porque resulta bello traerlo en una prenda pero mucho más en el alma que palpita.
Gerardo Alfonso, el trovador que le cantó una de las más bellas melodías, cierta vez confesó en una entrevista televisiva que, lejos de parecerse al Che, trataba de imitarlo en lo que podía, intentando ser auténtico e inconforme, poniendo la verdad en su vida, queriendo desde su alma al Guerrillero Heroico.
Y Aleida Guevara, una de sus queridas hijas, ha remarcado que ser como el Che no debe aterrizar como lema en el actuar de los más jóvenes, sino como una vocación de solidaridad y de ayuda al semejante, un sentido del deber, una batalla contra cualquier forma imperial, una actitud crítica ante los vicios, una manera de ser útil en cada momento, un hacer… el cultivo de toda la virtud posible.
Hace algunas semanas, en Bayamo, en un conversatorio con estudiantes de Medicina y dirigentes de la FEU, ella subrayaba que para acercarse a ese Che de carne y hueso «tenemos que llenarnos de energía todos los días, ser éticos, escuchar al pueblo, hacernos sentir, cuidar nuestras organizaciones, no callarnos el pensamiento», y combatir y sacar de nuestro entorno a aquellos que, deformándose, llegan a comercializar un medicamento o, incluso, un servicio del sistema de Salud Pública.
Irse a la almohada cada día sabiendo que se ha hecho algo positivo o edificante equivale a ir aproximándose a ese Quijote de la modernidad, capaz de desenvainar espadas contra ventiscas tremendas, más allá de Cuba.
Claro, no basta con eso. Al respecto, un intelectual de la talla de Fernando Martínez Heredia nos advirtió que nuestra juventud sigue «siendo tímida ante el estudio de la obra del Che». A la sazón agregaba: «Hay que apoderarse de su pensamiento, como hay que apoderarse de la historia entera de la Revolución, tan llena de maravilla y de momentos angustiosos, para unir a la emoción, que es determinante para actuar, el conocimiento que multiplica las posibilidades del que actúa».
En tal sentido vale preguntarse: ¿Cuánto saben los más nuevos del Che? ¿Han leído los mensajes que dejó a la juventud cubana para todos los tiempos? ¿Qué dominan sobre su teoría revolucionaria? ¿Cuánto conocen sobre sus sufrimientos, abominaciones, pasajes risibles o curiosos?
Ese es, inequívocamente, uno de los grandes retos de esta era: llevar, por las vías más modernas o tradicionales, ese conocimiento y esas emociones de las que hablaba Martínez Heredia a las nuevas generaciones. Luce complicado, claro está, en tiempos fáciles para la inacción y el acomodamiento, para el consumo de tiempo valioso en actividades que aunque entretienen, como el videojuego y el famoso paquete, restringen el pensamiento profundo.
A esa timidez —permaneceríamos como necios si no lo reconociéramos— pueden agregarse ciertas tendencias de «desconexión» con su figura y con otras emblemáticas de la Revolución en algunos jóvenes, y alguna que otra apatía.
Entonces ese conocimiento, vinculado con la emoción, habrá que seguir buscándolo y transmitiéndolo en libros, clases, conversaciones, periódicos, emisiones de radio o de televisión, reuniones con sentido, trabajos... en el día a día.
Justamente hace 55 años, antes de la famosa Crisis de los Misiles, el Guerrillero Heroico, dijo a un grupo de imberbes que «la juventud tiene que crear. Una juventud que no crea es una anomalía, realmente».
Esos jóvenes de entonces ya son abuelos. Y esos abuelos deberían acentuarles a sus nietos —si no lo hicieron con sus hijos— que conviertan la creación en esencia de sus vidas, aunque bien se sabe que no se puede crear cuando el cerebro está «para otras cosas».
De cualquier modo, nada debe ensombrecernos al Che. Nada puede borrárnoslo. Quizá no se pueda ser como él, pero ¿por qué no intentarlo de alguna manera o de muchas maneras? Esa aspiración es, definitivamente, hermosa y jamás debemos renunciar a ella, por más romántica que parezca.