Doctor Roberto Rodríguez Cruz, integrante de la Brigada que enfrentó la epidemia de ébola en África. Autor: Luis Raúl Vázquez Muñoz Publicado: 21/09/2017 | 06:51 pm
CIEGO DE ÁVILA.- El doctor Roberto Rodríguez Cruz, jefe de Higiene y Epidemiologia del Hospital Provincial Antonio Luaces Iraola, mueve el mouse en la pantalla de la computadora y lo detiene sobre la foto de un grupo de hombres. Están casi en el medio de una calle. Nada indica conmoción, no hay señal alguna de peligro; más bien parecen turistas y los rostros en la foto sonríen a la cámara.
«¿Viste al que está aquí?; ¿al calvo ese?» —el médico dirige el mouse hacia un hombre bajito, de cabeza rapada y que apenas sobresale detrás de la primera fila— «Ese soy yo, me afeité completo cuando llegué a Sierra Leona».
Roberto explica que no fue el único y lo detalla en la imagen donde se ven otros con el cráneo afeitado. Unos levantan los brazos y otros hacen la señal de victoria con los dedos. Todos son especialistas cubanos de la salud, integrantes de la brigada médica que viajó a Sierra Leona a enfrentar la epidemia del ébola. El médico pasa otras fotos en las que aparece con el cabello incipiente y el rostro cerrado por una barba espesa.
— ¿Cuándo te viste allá, rodeado de muertos y enfermos, no pensaste en el problema en que te habías metido?, ¿pensaste en algún momento que no podías volver a Cuba?
— Sí y no
— ¿Cómo se entiende eso?
— Me llamaron a la casa un viernes a las nueve de la noche para preguntarme si estaba dispuesto a ir de misión. Dije que sí y no dormí. La respuesta definitiva la debía dar al día siguiente. Como epidemiólogo, yo estaba claro de que iba a un lugar complicado. Pero fui, me la jugué como todos los demás y no me arrepiento.
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Bajito, fornido, con los ojos achinados, es muy difícil no percibir al guajiro que Roberto Rodríguez Cruz lleva dentro, sobre todo cuando gesticula y marca las palabras y las historias con el tono de su voz y el desenfado de los campesinos. Graduado como médico en 1993, en 1996 vencía con título de oro el examen estatal para la especialidad de medicina interna. Cuatro años después obtenía un Diplomado Nacional de Epidemiología Hospitalaria y en 2009 recibía el título de máster en Enfermedades Infecciosas, apoyado con un postgrado de Seguridad Biológica en el Instituto de Medicina Tropical Pedro Kouri (IPK).
Sin embargo, ese currículo despertaba la inquietud. Precisamente porque al inicio, cuando se creaba la brigada, tal formación convertía a Roberto Rodríguez Cruz en uno de los pocos médicos con una percepción más real del riesgo al cual se enfrentaría en África. Del ébola le habían hablado en el IPK y todas las informaciones en la mano indicaban que salvarse era una cuestión de prontitud y rigor clínico extremo, es verdad; pero también de mucha, muchísima suerte.
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— ¿Cómo le dijiste a la familia, sobre todo a tus padres, que ibas para el África? ¿Los preparaste, las palabras se te trabaron, lo pensaste mucho…? ¿Cómo fue?
— No les di tiempo a pensar: se los dije al directo.
— ¿Tan radical?
— Así mismo, había dicho que sí y no me iba a rajar
— Entre la aprobación y el viaje a La Habana, ¿qué sabías realmente del ébola?
— Es posible que supiera un poco más por mi formación como epidemiólogo y por la maestría en Infectología. Cuando me hablaron por primera vez del ébola, en un postgrado del IPK, solo explicaron que era un virus para manejarse con un grado cuatro de seguridad biológica, el más alto y riesgoso de todos. ¿Cómo era ponerse y andar con un traje en ese nivel? Eso nada más que lo había visto en películas. Cuando se desató la epidemia, enseguida busqué información; pero una cosa es conocer mucho la teoría y otra vivir la práctica.
— En las conferencias y cursos que les impartieron, ¿qué te llamó más la atención?
— Lo resumo en dos cosas: la velocidad de expansión y las medidas de seguridad. Son de muchos detalles y no puedes olvidarlas. En una misión de alto riesgo la única garantía para sobrevivir es cumplir con las reglas de seguridad. Digo esto porque las más sencillas son las primeras en olvidarse y ellas son las que te salvan.
— ¿Pudieras mencionar algunas?
— Hablar con una persona a un metro de distancia como mínimo. Una partícula de saliva infectada con ébola ya es suficiente para el contagio. Después del regreso me he puesto a pensar cómo sería una epidemia de ébola en Cuba con lo cariñoso que somos los cubanos, y me erizo. ¿Sabes cuál es la medida más simple y la que más se podía olvidar? El lavado de manos.
— ¿Qué tenía de tan especial lavarse las manos?
— A veces nos pasamos el día en la calle, tocando lo humano y lo divino, y ni agua nos echamos. Allá con el ébola, aun con el traje arriba, tenías que lavarte con hipoclorito al 0,5 por ciento y sin guantes al 0, 05. Atendías a un enfermo y te lavabas las manos. Movías un objeto y de nuevo a lavarse. Salías de la barraca donde estaba la zona roja, donde estaban los casos confirmados con ébola, y debías ir directo al fregado de manos. Con el traje la historia era igual: retirar cada pieza, implicaba un lavado. Como no podías llevar reloj, contabas los segundos mentalmente hasta llegar al minuto, nunca menos; de lo contrario no matabas al bicho.
— Es para volverse loco
— Era desquiciante y más cuando debías dar el ejemplo. Cuando llegamos a Sierra Leona y nos destinaron a Port Loko, el 1 de diciembre de 2014, el jefe del grupo, el doctor Manuel Ceijas, pidió que trabajara como epidemiólogo. Estuve 45 días en esas funciones. Luego, sin dejar ese trabajo, pasé a dirigir el quinto grupo de especialistas para atender a los pacientes con ébola.
— ¿En qué consistía el trabajo de epidemiología? ¿Qué debían hacer?
— Junto con otros especialistas africanos y extranjeros, debíamos velar por la protección epidemiológica del hospital de campaña y hacer cumplir las medidas de protección antes, durante y después de salir de la zona roja. Era muy duro. Empezabas por la mañana y concluías al caer la noche con un intervalo para el almuerzo. Debías ser quisquilloso y si caías pesado, ese no era tu problema. La vida de los compañeros muchas veces se encontraba en tus manos.
— ¿Por qué?
— Los epidemiólogos debían verificar si los trajes de protección estaban en orden antes de usarse. Un rotico, el más chiquito, y había que desecharlos. Después debíamos esperar al personal en el área donde se retiraba el traje. Ese era el momento más crítico. La gente salía ahogada por el calor, cansada, con una sed extrema, algunos hasta hacían el intento de quitarse las botas caminando y tenías que aguantarlos con un grito. Cualquier error y ya tenías la sentencia de muerte arriba.
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— Roberto, dime la verdad: ¿nunca te equivocaste?, ¿nunca cometiste un error?
— Al principio siempre ocurren los detalles, no estás familiarizado hasta que la realidad empieza a sacudirte con los muertos. Luego surge el peligro de tomar una situación extrema como algo natural y la precaución puede bajar, y con eso también debes estar alerta. Y a pesar de esos cuidados, hay cosas que ocurren rápido, se van sin darte cuenta. Suceden y ya.
— ¿Y a ti qué se te fue? ¿En qué te equivocaste?
— Bueno, una vez, al comienzo, yo estaba fuera del área donde el personal se quitaba los trajes de seguridad. Había terminado de hacer un recorrido y saqué la tableta para conectarme a Internet y mandar un mensaje a la casa. Como no tenía la contraseña de la cuenta de acceso, se la pedí a una enfermera sierraleonesa que trabajaba con nosotros, una muchacha muy joven. Ella dijo: «Deme el lapicero para escribírsela». Se lo extendí sin dejar de mirar la tableta, ella me lo devolvió con un papel con los datos, más nada.
»Al día siguiente, por la mañana, pregunto por ella y me dicen que estaba en cuarentena. Metí un brinco: «¡¿Dónde…?!». La habían aislado porque la otra enfermera que trabajaba con ella tenía fiebre. Ese era uno de los primeros síntomas del ébola y esa noche habían aislado como a diez personas. Mira, en 21 días hice un trillo en el camino. Me pegaba a la barrera de protección y preguntaba: «Oiga, ¿cómo sigue la muchacha?». «Bien, todavía no le ha dado fiebre». «Perfecto, gracias».
— ¿Por qué esa obsesión con la fiebre?
— Porque el ébola comienza a matarte con la temperatura alta. Ahí empieza la transmisión. Si no aparecía el estado febril durante 21 días, era señal de que no estaba infestada; de lo contrario, si subía, el otro que debía irse a la cuarentena era yo y todo por un lapicero. Eso me reafirmó que el peligro estaba ahí y no se podía saludar, ni acercarse a nadie ni tocar nada, pero nada. Así tenías que fajarte con el ébola.
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— Roberto, ¿cómo es la historia de una mosca muy chiquita, que se te metió dentro de la careta? ¿Es verdad que te asustaste mucho?
— ¿Una qué...? ¿Una mosquita...? — El cuerpo macizo del galeno se dispara como un resorte-: ¿Quién te dijo eso? Aquello era una mosca, así de grande — y con los dedos muestra el tamaño—. Mira, yo no sé cómo se metió el bicho ese en la máscara de protección. Zumbaba que parecía un taladro y pensé que los oídos se iban a reventar.
— ¿Cuál es el peligro de una mosca?
— Donde se posa, ella arrastra cualquier infección. No existe confirmación de que una mosca transmita el ébola; pero en estos casos la duda es una certeza y en ese momento, eran como las tres de la tarde, estábamos en el Pabellón Tres del Área de Confirmados con enfermos llenos de sudor, sangre, vómito y heces fecales, y había que limpiarlos. Si esa mosca se había posado sobre algún paciente o sobre los restos de algún excremento, es probable que el virus estuviera en sus paticas.
— Pero tú tenías el traje de seguridad, ¿no?
— Estaba forrado; lo que pasa es que no teníamos cubiertos los ojos. El traje llevaba espejuelos y no había en la cantidad necesaria. En consulta entre los especialistas –africanos, norteamericanos y cubanos- se decidió usar la máscara de protección bien pegada al rostro, que, además estaba cubierto por el nasobuco o tapaboca y un gorro que cubría toda la cabeza y el cuello. Lo único descubierto eran los ojos, pero delante tenían la máscara de protección; y con toda esa parafernalia, el bicho se metió dentro.
— ¿Cómo pudo entrar la mosca?
— No sé, quizás al hacer algún movimiento la máscara dejó un espacio abierto. Ella está pensada para protegerte de algún fluido que viene de frente, un chorro de vómito o de sangre. En ese momento todos los especialistas que estaban en el Pabellón, incluidos los americanos, tenían un traje y una careta idéntica a la mía y al único que se le metió una dichosa mosca fue a mí.
— Al sentirla, ¿qué hiciste?
— Cerré bien duro los ojos y abrí los brazos. Dije: «¡Oye, tengo una mosca en los ojos!». Miguelito, un enfermero de Pinar del Río, me aguantó los brazos. «No te muevas, que la tienes dentro», advirtió. El miedo era que tocara la córnea. En ese momento no existía confirmación de que el ébola pudiera infectar los ojos, pero era una advertencia que teníamos desde la preparación. Luego se registró el caso de un médico a quien el virus se le hospedó en la vista. Por eso mi reacción fue instintiva: apretar bien duro los párpados.
— ¿Pensaste en algo?
— En ese momento no se piensa en nada, compadre. Si alguien lo hace, que le pongan una medalla. Lo que hice fue quedarme tranquilito y mantener la calma. Yo estaba al final del Pabellón y si salía corriendo, podía resbalar y romper la hermeticidad del traje. Por un rato, no sé cuánto tiempo, la sentí zumbar y golpear entre el nasobuco y la máscara facial. Finalmente le pedí a Miguelito que revisara y cuando dijo: «Ya se fue», abrí despacio los ojos y solté un suspiro bajito; pero bien largo. El más largo que he soltado en mi vida.
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— Roberto, ¿por qué es tan difícil cuidar a un paciente con ébola?
— Para ilustrarlo, muy esquemáticamente: el ébola es un cólera con dengue hemorrágico, ambos en grado extremo. Eso provocaba un cuadro de vómitos y diarreas tremendo. Llegabas y los veías tirados en el piso, bañados en excrementos. En ese estado no podías atenderlos. Tenías, primero, que levantarlos y lavarlo todo con hipoclorito. Entrar a un pabellón repleto de enfermos era como adentrarse en una sauna. Súmale la cantidad. Llegamos a tener 114 pacientes confirmados en un hospital de 100 camas, como ocurrió a finales de 2014. Todos estaban graves y debías atenderlos al mismo tiempo.
— ¿Cómo se organizaban para atender a tantas personas en esas condiciones?
— Era como una oleada. Primero iban los médicos, valorábamos los casos, se indicaban los medicamentos y pasábamos al otro recinto. Lo hacíamos con la mayor rapidez posible. Luego venían los enfermeros, los verdaderos leones. No es fácil cogerle la vena a una persona en shock, ellos lo hacían y no podían equivocarse. A veces el paciente entraba en convulsiones en el momento en que lo atendía, otras veces se desmayaba y caía sobre ti. En ocasiones, al pincharlo para poner un suero, soltaba un chorro de sangre llena de ébola. Había que andar con mucho cuidado con las manipulaciones, ser rápido y certero, sin equivocarte.
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«¿Tú quieres que te diga, de verdad? –Roberto se acomoda en la butaca y te mira fijo-; ¿tú quieres saber cuál fue mi momento más difícil de la misión?». Espera unos segundos y dice: «La noche en la que monté a Leandro en la ambulancia».
Al mediodía del 2 de enero de 2015, al regresar del hospital y mientras se acercaban a los albergues, Roberto vio desde la ventanilla del ómnibus al doctor Leandro Castellanos Vivanco cubierto con una enguatada y sentado bajo un sol de 40 grados a la sombra. Ambos trabajaban en el Antonio Luaces y en Sierra Leona compartían la misma habitación. Roberto recuerda que su amigo tenía una expresión soñolienta y cuando preguntó, le respondieron: «Robe, tengo fiebre. Me hace falta un termómetro, me siento muy mal». Tenía 39 de temperatura.
— ¿Desde el principio pensaron en el ébola? ¿No podía ser otra enfermedad?
— Es que le hicieron dos test de paludismo y dieron negativo. Al segundo día la fiebre estaba en 40 grados y él sentía mucho fogaje, andaba muy inquieto y se decidió aislarlo. En esas condiciones, tú no puedes otorgarle el beneficio de la duda a la enfermedad.
— Cuéntame lo de a la ambulancia. ¿Por qué aseguras que fue ese y no otro, tu momento más difícil de la misión?
— La ambulancia llegó al anochecer del segundo día, después de evaluar el resultado del segundo examen. Al acercarnos, la puerta se abrió y vimos a una enfermera vestida con el traje de protección. Parecía una cosmonauta, un ser de otro mundo y ese fue el primer impacto, el que indicó un cambio en las reglas del juego. Le dije a Leandro: «Tranquilo, la cosa va a salir bien», y lo ayudé a subir. La enfermera cerró la puerta y se fueron. En ese momento me entró un vacío muy grande. A mi lado no había nadie porque ningún compañero podía estar cerca de mí.
«Yo debía aceptar dos hechos muy duros. Primero, la posibilidad de que no podría volver a ver a alguien a quien considero como mi hermano. Lo otro era que si Leandro estaba infectado, la otra persona con ébola era yo. Los dos estábamos en el mismo cuarto y ahí sí que no tenía escapatoria.
— ¿Los demás estaban alarmados?
— Pánico no había, pero el ambiente no era de fiesta. Cualquiera estaba en el derecho de hacerse 20 mil preguntas. ¿Quién sería el próximo? ¿Fuimos tan rigurosos como debíamos serlo con las medidas de protección? Eso para no contarte lo que a uno le caía encima al pensar en la familia. Y, además de eso, no te podías aflojar.
— ¿Contigo adoptaron alguna medida?
— Me mandaron a aislar, es lo que me tocaba. El doctor Ceijas dijo: «Usted está claro de la situación y de lo que debe hacer, ¿verdad?». «No hay problemas, jefe –respondí-. Yo asumo». A esa hora tenía que esterilizar el cuarto completico. Lo bañé todo con hipoclorito: el picaporte de las puertas, las bisagras, el piso, las persianas, las camas, la ducha, los azulejos, todo. No quedó un rincón sin desinfectar. Terminé reventado a las dos de la mañana. El doctor Idalberto Martín Piedra me acompañó hablando desde afuera porque no podía acercarse.
— En ese momento, ¿tú creías que Leandro se iba a salvar?
— Uno siempre deja algunas papeletas para lo peor; pero yo creía en la posibilidad de que Leandro se salvara, aun cuando tuviera el ébola.
— ¿Eso era consuelo u optimismo a ultranza?
— Un criterio clínico. Mira, Leandro es una persona fuerte, hace ejercicios, no tenía un padecimiento de base. Esas condiciones ponían a su organismo en una buena posición para enfrentar al virus. El otro elemento es que sus fiebres eran fuertes; pero cortas y las del ébola son intensas y largas. Con el bicho, ellas se mantienen hasta que te matan o sobrevives. Ese elemento, la duración de las fiebres, me indicó que la posibilidad de que él tuviera otra enfermedad. Aun así, le puse una velita. En Port Loko todos le encendimos una vela a Leandro.
— ¿Los demás del grupo compartían tu optimismo?
— Bueno, allá nos preparamos para lo peor.
— ¿Quién les dijo que no tenía ébola?
— A mí me lo dijo José Luis, el epidemiólogo, que estaba en el hospital de Kerrytown, a donde lo llevaron. Yo tenía su celular y lo llamaba a cada rato para saber de la evolución. Al otro día hice varias llamadas, me notificó que se encontraba estable; más nada. Como las 4: 50 de la tarde, sonó el móvil. Lo cogí de un manotazo: «Dime algo». «Oye, el hombre está limpio –escuché-. Las pruebas dieron negativo. Es paludismo, no es ébola».
— ¿Qué hiciste?
— Muchacho, salí para el patio a millón. En el albergue ya había su bulla. Parece que informaron por algún lado y la gente saltaba de alegría. ¿Quieres que te diga una cosa? Con lo gordo que estoy, el que más alto brincó fui yo. A esa hora los saltos eran de pulla. Ese día yo creo que ni Javier Sotomayor me ganaba una competencia. Como que me llamo Roberto Rodríguez Cruz. Seguro que no.